sábado, 23 de julio de 2011

El negro de Santa Ana


Yo, Señor, soy de Triana. Mi padre llevó por nombre Clemente Pablos, natural de la misma guarda y collación de Sevilla; Dios le tenga en su gloria. Era esclavo, de la casa de los Ahumada, donde casó con Aldonza de San Pedro, nombre alto, sonoro y nada significativo de lo que era, al fin y al cabo esclava y de la misma casa. Al poco del casamiento nascí yo, que vine al mundo negro como tízón de brasero, y Pablos me pusieron por nombre.
Yo era muy amigo de jugar con otros chiquillos y rapazuelos de la mía edad y de la mía o parescida color en la Cava de los Gitanos, que los Ahumada eran de muy buen trato con sus esclavos y así me lo permitían.
Al cumplir los diez y ocho años de edad me encargaron del horno de cerámica de mis señores cercano a la iglesia de la Señá Santa Ana, y allí híceme hombre recio y viril, de la color de la brea, y según decían las mocitas del barrio, guapo como un Cristo de Semana Santa y alto como la llama persa del ciprés, pero con la gracia de la plata griega de los olivos del cercano Aljarafe.
Yo, como esclavo que era, gozaba con cuanta mocita esclava se pusiera a mi alcance para así aumentar el número de esclavos de mis señores, los marqueses de Ahumada, y era cosa de ver como nos holgábamos en deleites carnales en todas las posturas y maneras, pero ibánseme los ojos para las otras, para esas mocitas libres de Triana, y también en Cármenes y Lolas de piel clara, de cabellos rizados y ojos glaucos como el cielo, gocé de los placeres de Venus, que ya dije que Dios me había dotado de grácil cuerpo y bello rostro, amén de otras gracias que vergüenza es el confesarlas, pero he de decir que una tarde de mayo di placer a tres bellas esclavas una tras otra por encargo de mi amo, don Alonso de Ahumada, hombre rijoso y dado al vicio nefando de mirar, y me recompensó por ello con un ducado de plata que gasté en el buen vinillo aloque de la taberna de la Alfarería, junto a una moza gitana por nombre Aurora cuyos pechos miraban al cielo como astas de toro.
Así pasaban los días cuando llegó a mis oídos la noticia más extraordinaria que jamás hombre alguno, de la color que fuese, pudiera imaginar. Un Almirante, por nombre don Cristóbal, había hallado la forma de llegar a Catay por Poniente, y la expedición, sufragada por nuestra Majestad Católica la reina Doña Isabel, había llegado sana y salva hacía pocas semanas a las costas de Huelva. También oí que fue un paisano mío, Rodrigo de Triana, quien diera el aviso de “Tierra” a la tripulación.
Mi amo, el Marqués de Ahumada, era originario de tierras de Aragón y rendía pleitesía a su Majestad Católica, el buen rey Don Fernando, pero ahora decían que tanto él como su católica esposa eran reyes de todos los españoles, de Castilla y de Aragón, de Granada y de las nuevas islas recién halladas, las llamadas Canarias, y a mi amo éso no hacíale gracia alguna, y el hallazgo de la nueva ruta, pues tampoco, dado que él tenía intereses comerciales hacia Levante, en Nápoles y otras lejanas tierras cercanas al turco. Desviar el tráfico de barcos a la Mar Atlántica iba contra sus intereses económicos y el auge que tomaría Doña Isabel con la nueva situación contra los políticos, y cayó en la más triste locura en que pueda caer hombre alguno: la tristeza y la apoplejía, y erraba por los largos pasillos de su palacio de la calle Castilla como alma en pena.
Mi señora la marquesa era una joven moza de poco más de veinte años casada a la fuerza con mi amo el marqués, y cuando su marido cayó en el poco dormir y en la nada comer sintióse desfallecer.
Poco hombre tenía, y de ese poco nada me han dejado”, se lamentaba a sus doncellas.
Mi señora la marquesa, por nombre Leonor, era sevillana, del palacio de los Medinaceli, que el vulgo llamaba la “Casa de Pilatos”, porque en él se iniciaba el Vía-Crucis que llevaba a la Cruz del Campo al empezar la cuaresma. Este Vía-Crucis era digno de todo encomio y loa, aunque era de muy reciente paño. Instituido por don Fadrique Enríquez de Ribera, en su cortejo iban los frailes del convento de Santo Domingo de Portaceli, los franciscanos del Valle, los frailes del Convento de San Benito de la Calzada, los del de San Agustín de la Puerta de Carmona, los trinitarios de la Puerta del Sol y numerosas hermandades y cofradías.
Era admirable ver como se pasaba en Sevilla de la alegría y la fiesta de las Carnes Tolendas a las penitencias de la Cuaresma, y el Vía-Crucis de la Cruz del Campo era el que marcaba el cambio.
Pues fuese el caso que aquel año del Señor de nefasto recuerdo me encargó mi amo que acompañara al citado vía-crucis a doña Leonor, así que enganché una calesa y nos dirigimos hacia la Puerta de Carmona, donde la dejé a buen recaudo de unos mozos que al cuidado de los carruajes de los señores se dedicaban. Entramos a la muy noble, leal y heroica ciudad de Sevilla por dicha puerta y enfilamos hasta la iglesia de San Esteban, donde nos detuvimos para orar ante el Cristo del Buen Viaje. Luego, unos pasos más y nos encontramos ya en el palacio de los Medinaceli, la casa natal de mi señora doña Leonor.
Entramos en la misma a rezar ante el sobrecogedor Cristo de Medinaceli, del que me contó mi ama que su pelo, natural, le crece al igual que a los cadáveres, y salimos ya con la procesión hacia la Cruz del Campo, deteniéndonos ante cada unos de los azulejos que, colocados en los Caños de Carmona que traían agua fresca para Sevilla, iban marcando las estaciones del Vía-Crucis como si fueran la Vía Dolorosa que Nuestro Señor anduvo en Jerusalén para llegar al Gólgota.
Mas debo decir que no todo era penitencia y dolor, sino que muchos comerciantes colocaban sus puestos de comidas y bebidas a lo largo de los mencionados Caños, y allí paraban muchos procesionantes y casi todos los mirones para beber del buen vino fresco y comer de los alimentos de la tierra.
La verdad es que no sé como, pero en la X estación paramos mi señora y yo a tomar algo de refrigerio en uno de estos puestos y comenzamos dulce plática, y noté como ella me miraba y como yo la miraba a ella, y tornó en día de fiesta lo que se inició como jornada de meditación.
Desde mi tumba de la iglesia de la Señá Santa Ana creo recordar que vi aquella tarde un amorcillo ciego revoloteando alrededor de mi ama y mío, disparando sus dardos al corazón de uno y otro, y doy en pensar que atinó en todos sus tiros porque Leonor cayó rendida en mis brazos en el interior de la calesa cuando volvíamos a Triana, en el Prado de San Sebastián y a orillas del Tagarete. Allí me derramé dentro de ella por tres veces y allí surgió el amor entre ama y esclavo, amor que nos llevaría a nuestra perdición como verán vuestras mercedes si tienen la bondad de seguir con mi relato.
Llegamos al palacio de mi señor ya entrada la noche y marchó doña Leonor a sus aposentos y yo a los míos, y aquella tarde de cuaresma comenzó nuestra historia de amor imposible, de amor condenado, pero ¿acaso existe otra forma de amor para una ama y su esclavo?.

Cogióme a tu puerta el toro,
linda casada,
no dijiste: Dios te valga.
El novillo de tu boda
a tu puerta me cogió;
de la vuelta que me dio
se rió la aldea toda,
y tu, grave burladora,
linda casada,
no dijiste: ¡Dios te valga!”

Yo, pobre esclavo de la color de la brea, de la casa de los Ahumada, alfarero de Triana, daba en amasar el barro recordando sus formas: su figura toda de juncia de río, sus caderas desbordantes, sus pechos que sabían a miel, sus muslos columnas ebúrneas, su rostro dulce de niña en flor y su cueva húmeda abierta a mí como el fruto de la higuera, y yo, Pablos de Triana, el esclavo de la color de la brea, adorando todos y cada uno de los más íntimos recovecos de su cuerpo, como un cervatillo en celo huyendo de la jauría, jadeante, deseoso, febril de amor.
Más mi señor cayó en la cuenta de cómo abultaba el vientre de doña Leonor con los días y las semanas, y pensaba que era su fruto el que llevaba dentro de ella. ¡Pobre hideputa!. Con su oscuro liquidillo de decrépito anciano saliendo de su blando colgajo que no hubiera satisfecho ni a hembra en celo perpetuo y que a mi amada Leonor asco le daba y deseos hasta de matarlo, más conteníase por su buen corazón.
Y llegó el día del alumbramiento, que fue de gran alborozo y revuelo en la casa. ¡Doña Leonor estaba de parto y traía al mundo un nuevo Ahumada!.
La matrona no pudo pedir albricias, que el nuevo Ahumada llegó de la color de la brea y allí fuese el llanto y el crujir de dientes, y mi sentencia quedó dictada al momento, que cantada venía, pues tantos paseos en calesas y el acompañarla a misas del día santo, y el llevarla y traerla por la madrugada del Viernes de Parasceve a ver procesiones de disciplinantes y penitentes de sangre dieron su negro fruto en el frío noviembre de muertos, y el señor Marqués me degolló en el patio principal con su mejor cuchillo, aquel de acero toledano de tan recio temple, y lo mismo hubiese hecho con mi hijo y el de Leonor, el de la color de la brea, si no se hubiera interpuesto mi amada entre la daga y él.
Mi Señor de Ahumada murió pocos días después, de mal de cuernos, creo yo, y fue enterrado en su lujoso panteón de la ermita de San Sebastián, pero a mí me reservó mi señora este modesto nicho en mi iglesia de la Señá Santa Ana, y este azulejo colocó en mi memoria.
Pasaron los años, y los siglos, y una leyenda nació en Triana cuando ya hacía tanto tiempo que esta historia cayera en el olvido, y fuese que toda mocita casadera de este arrabal que quisiese pronto quedar preñada debía dar una patada al azulejo que cubre mi tumba, y así llevo ya más de cuatro siglos, recibiendo dulces patadas de mocitas trianeras que desean elevarse a la alta condición de madres, y yo, pues miren vuesas mercedes, contento estoy porque oficio de amor realizo, y alguna que otra vienen luego hasta mí, con sus pechos rebosantes de leche, a enseñarme al rapazuelo que ayudé a traer a este mundo, y queden las vuesas mercedes con Dios, que con Él yo ya estoy, con mi color de la brea, y acompañado de mi señora Doña Leonor, y de mi hijo, que nasció de tan grande amor, y en las tardes de verano, que también en el Cielo son largas, amaso algodón de nubes dándole formas trianeras, de botijos, de tinajas, de azulejos de zaguanes y de iglesias de Santa Ana, porque alfarero fui siempre, y trianero, como Rufina y Justa, como Mensaque, como Pickman y como toda Triana, y callo ya para siempre que en el horno he dejado una cosita gitana.
Queden con Dios vuesas mercedes, les desea desde el Cielo el negro de Triana.


Rafael Navarrete Bohórquez
Santa Ella de Fátima
Verano de 2001

2 comentarios:

Sometimes dijo...

Estimado Sr Navarrete,
interesante su historia, sí, pero la proxima vez relate (más) detalladamente los escarceos amorosos de sus protagonistas...En mi (humilde) opinión eso daría más vida al relato.
Un seguidor.

Jose Maria dijo...

Amigo Rafa hoy, repasando los blogs que tengo marcados, he encontrado tu ultimo relato y a pesar de que es Sabado 13.40h y el Vizcaino me llama con sus fresquitas y Montension rebosa de vida y mujeres hermosas con esos minimos pantalones que permiten adivinar como terminan sus torneadas piernas en firmes gluteos, no he podido dejar de leerlo y hacerte este comentario. Un abrazo y la primera sera a tu salud.
Jose Maria