miércoles, 31 de mayo de 2023

“El manuscrito Lindsay”


El manuscrito Lindsay es un rollo de pergamino datado a mediados del siglo I d.c. en el que un grupo de discípulos muy unidos a Jesús se comprometen a guardar silencio acerca de su entierro “en el otro confín del mundo”.
En él afirman que cuando bajaron a Jesús de la cruz no estaba muerto sino desmayado. Entonces lo ocultaron y sanaron sus heridas.
El manuscrito fue firmado, o más bien marcados ya que la mayoría de ellos no sabían escribir, por diecinueve personas: María, la Madre de Jesús, los doce apóstoles, las santas mujeres: María de Magdala, María Salomé, María Cleofás y María de Betania, y los santos varones: José de Arimatea y Nicodemo. Por esta razón se le ha denominado también manuscrito XIX.
Según el Lindsay Jesús vivió veinte años más después de su descendimiento de la cruz y a su muerte se le encomendó a uno de sus apóstoles preferidos, Santiago el Mayor, que lo enterrase “en el otro confín del mundo”.
El otro confín del mundo, visto desde Palestina, podía ser el Ponto Euxino o Hispania, decidiéndose Santiago por esta última; en primer lugar porque la conocía al haber estado evangelizándola1 poco después de la crucifixión de su Maestro, y en segundo porque el traslado del cuerpo de Jesús era más fácil de realizar por mar que por tierra.
Se embarcó Santiago con el cadáver de Jesucristo y, tras cruzar las columnas de Hércules, llegó a la desembocadura del Betis y lo remontó hasta llegar a Híspalis, una desconocida ciudad de la Bética, la provincia más meridional de Hispania, donde lo enterró.

El manuscrito fue, como es lógico, muy celosamente guardado, pero con la caída de Jerusalén en poder de los romanos en el año 70 d.c. se le pierde la pista, y no vuelve a aparecer hasta alrededor del año 590 d.c. en el monasterio servitano2 de Ercávica, en el reino visigodo de Toledo. Allí, el abad del monasterio, Rodrigo de Osuna, guardó con muchísimo cuidado en el arcón de su celda el pergamino con las firmas y las marcas de los diecinueve. Son tiempos muy revueltos; es la Alta Edad Media, e Hispania ha sido invadida por cuatro pueblos germánicos: alanos, suevos, vándalos y godos del oeste, más conocidos como visigodos. En el año citado, los visigodos son los dueños y señores de casi toda Hispania, con la excepción de la Gallaecia, ocupada por los suevos.

Los visigodos, de religión arriana3, fueron siempre muy respetuosos con los sacerdotes y monjes católicos, debido a que la mayoría de sus súbditos eran católicos, y el intentar imponer el arrianismo como religión de todo el reino podía dar lugar a levantamientos que de ningún modo deseaban que se produjeran. Por este motivo el abad Rodrigo pudo guardar el Lindsay sin interferencias de ningún tipo.
Rodrigo, consciente de que dada su avanzada edad se hallaba ya muy próxima la hora de su muerte, confió en Adso de Meck, un monje servitano inglés, muy joven, que se hallaba de paso en Ercávica, para hacerle depositario del manuscrito.
Adso se encontraba en el monasterio servitano de paso a la Tripolitania, donde se le había encargado que viese al abad de un monasterio de Leptis Magna para una misión que le encomendara su superior del monasterio servitano de Londinium. Cuando lee el manuscrito no da crédito a lo que contiene y piensa que todo es obra del diablo. Su primera intención es destruirlo, pero el viejo Rodrigo le hace prometer que lo llevará consigo a Leptis Magna y luego a Londinium, y que lo defenderá con su vida si fuese preciso. Adso no tiene más remedio que cumplir el deseo de Rodrigo debido a su voto de obediencia.
En Leptis Magna se pierde de nuevo la pista del manuscrito y no se sabe si Adso lo llevó allí o lo perdió.

*         *          *

3
En una isla del lago de Van, al este de la actual Turquía, se halla la iglesia armenia de Aght'Amar, regida por monjes armenios que rechazaban los dogmas de la iglesia ortodoxa de Bizancio.
Sometidos a la dominación musulmana tenían, no obstante, libertad de culto, al igual que ocurría con los monjes servitanos en la Hispania visigoda.
El abad de la comunidad era Metodio, y un buen día llegaron al monasterio tres hombres a caballo que pidieron hablar con él.Ruinas romanas de Leptis Magna
  • Te traemos un manuscrito que debes guardar pero que no podrás leer pues ello llevaría a la destrucción de la Iglesia.
Metodio lo guardó en su misma celda, al igual que hiciera Rodrigo de Osuna, pero la curiosidad pudo más que su promesa e intentó leer el manuscrito, aunque no pudo hacerlo por estar escrito en arameo.
Aprovechando la estancia en su monasterio de Cirilo, que había evangelizado a los maravos y los búlgaros, le hizo entrega del Lindsay.
De nuevo, no sabemos qué pasó con él, pero en el siglo IX nos lo encontramos cruzando el Danubio y el Dniéster, en poder de los Caballeros Portaespadas de Lituania. Al general en jefe de éstos, Oleg, dueño y señor de Kiev en el sur, y de Novgorod en el norte, un guerrero varego, esto es, vikingo y pagano, que adoraba a dioses como Yarilo, el Sol, o Volos, dios de las bestias y de las gallinas, le traía sin cuidado el manuscrito que había encontrado en Kulivovo, a orillas del Don, siendo además imposible de leer por la misma razón que a Metodio.
Pero volviendo atrás, debemos decir que Cirilo sí pudo leerlo. Reputado lingüista, amén de predicador, creó el alfabeto que lleva su nombre, el alfabeto cirílico, para evangelizar más fácilmente a rusos, macedonios, serbios y búlgaros.
La lectura del manuscrito por Cirilo no tuvo mayor importancia. Lo tomó por una falsificación pero, eso sí, mandó guardarlo en una filacteria orlada para preservarlo mejor.

Al morir Oleg, su cuerpo fue depositado en un drakkar e incinerado.
A pesar de que ordenó que el manuscrito ardiera con su cuerpo, otro general varego, Sviatoslav, nieto de Oleg, lo guardó, pero al poco tiempo murió en una emboscada que le tendieron los pechenegos.
Se cree que el Lindsay cayó en manos de este pueblo, que lo vendieron a unos peregrinos cristianos que iban a Santiago a adorar el cuerpo del hermano de Jesús y evangelizador de Hispania. Este grupo de peregrinos de Zagorsk, ciudad vecina de Moscú, llegaron a Saint Gilles du Gard, al suroeste de Francia, y por Tolosa entraron al camino francés que se iniciaba en Puente La Reina. Una vez en él, y atravesado Burgos y León, llegaban a Santiago del Campus Stelae.
Sin saber que contenía el manuscrito - una vez más lo salva la barrera lingüística - lo depositan a los pies del sepulcro de Santiago y aquí volvemos a perder su pista.

*         *          *


Volvemos a encontrarnos con él en uno de los reinos ingleses de la Heptarquía4, el reino de Lindsey. Su rey, Beda, encuentra el manuscrito en una habitación poco usada de su palacio y al leerlo decide destruirlo, pero el reino de Lindsey es atacado por el de Wessex, otro reino de la Heptarquía y Beda muere en el asedio a su castillo. Vuelta a empezar con la falta de noticias sobre el manuscrito.

El Lindsay no vuelve a aparecer hasta la III Cruzada, en la que un oficial de Ricardo Corazón de León, el rey Ricardo I de Inglaterra, lo encuentra en un sótano del Krak de los Caballeros y lo lleva ante su rey para que él decida sobre su suerte.
Ricardo resuelve posponer su decisión y lo lleva consigo a su castillo de Inglaterra. Ante la tortuosa situación política de su país, ya que su hermano menor, Juan, intenta arrebatarle el trono, Ricardo guarda el manuscrito en un arcón de su aposento. Allí permanece durante varios siglos, hasta que Cromwell5, uno de los responsables de la decapitación del rey Carlos I, lo encuentra de
forma fortuita.





Cromwell, fanático religioso, de religión puritana, al conocer el contenido del Lindsay también dispone destruirlo, pero antes de que lo hiciera – otra vez se vuelve a salvar el Lindsay por puro azar – muere en 1658, por una complicación de cálculos renales con malaria,.

El pergamino vuelve a desaparecer y no se vuelven a tener noticias de él hasta poco después del triunfo de la Revolución Francesa.
Con el triunfo de ésta van llegando por oleadas a Inglaterra grupos de aristócratas franceses que huyen del rigor revolucionario. En 1795 un grupo de ellos, aficionados a la astronomía, se dedican a la búsqueda de una estrella perdida a la que llamaban Selena y un planeta entre las trayectorias de Marte y Júpiter que desvelaría el secreto de la armonía del sistema solar6.
Mientras ellos se dedican a sus observaciones del cielo, el poderoso ejército republicano había
invadido el continente y se disponía a atacar las costas británica.

Un miembro del grupo, Guy de Montpellier, afecto de una extraña enfermedad mental, salía algunas noches, y cada vez que lo hacía moría una prostituta. Al mismo tiempo, el gobierno inglés sospechaba que entre el grupo de aficionados a la astronomía había uno o varios espías que mandaban información a los revolucionarios franceses sobre objetivos militares ingleses7. La investigación de la trama de espionaje se le encarga a un viejo y experimentado policía, Jonathan Absey. En el transcurso de su investigación, Absey llega al castillo donde Ricardo Corazón de León
escondió el pergamino XIX y, casualmente, da con él. Cómo sus intereses eran únicamente encontrar al espía francés, entrega el manuscrito a Gerald de Osborne, un alto cargo del Ministerio del Interior quien, comprendiendo de inmediato su importancia, lo guarda en su caja fuerte.

¿Cómo salió el Lindsay de la caja fuerte de Osborne?
La primera hipótesis es que sus herederos lo venden, a muy buen precio, a Francisco de Asís y Borbón, marido y primo de Isabel II, quien lo regala a los monjes cartujos de Cazalla de la Sierra, a sabiendas de que su voto de silencio les impediría hablar del mismo, pero en 1836, el Ministro de Hacienda, Juan Álvarez Mendizábal, inicia la desamortización, una política de nacionalización de los bienes eclesiásticos inspirada en la Revolución Francesa que propició la venta masiva de propiedades religiosas. Las ventas no llegaron al monasterio cartujo de Cazalla debido a que los moderados, en 1844, las pararon. Sin embargo, en 1855, el nuevo titular de Hacienda, don Pascual Madoz, impulsó otra vez la desamortización general de los bienes comúnmente llamados de “manos muertas”, pero no sabemos qué ocurrió con el Lindsay, del que no hay constancia alguna en ningún inventario de que fuera vendido.
Pero hay una segunda hipótesis: Al ser detenido Guy de Montpensier, acusado de la muerte de dos prostitutas, éste compra a Osborne el Lindsay.
Mientras tanto, en su país, la Revolución cambia de rumbo el 9 de termidor del año II (27/7/1794).
La Convención decreta la detención de Robespierre y sus cómplices. Al día siguientes son ejecutados Lebas, George Couthon, Hauriot, Agustin de Robespierre - hermano menor de Maximilien de Robespierre, por lo que era llamado el Joven, - y el mismo Maximilien de Robespierre.
La Convención termidoriana liquida el predominio jacobino y da paso a un Directorio de cinco miembros que, amenazado por una insurrección realista en París el 5 de octubre (vendimiario) de 1795 fue salvado por un joven general llamado Napoleón Bonaparte, quien da un golpe de estado el 18 de brumario y acaba con la época de la Revolución en Francia e inaugura el Consulado.
El verdadero dueño de la situación no es otro que Napoleón, que se hace nombrar Primer Cónsul mediante un plebiscito.
Estamos ante el triunfo definitivo de la burguesía.
Bonaparte se casa con Marie Josephe Rose Tascher de la Pagerie, llamada Josefina, el 9 de marzo de 1796. Criolla de la Martinica, viuda del vizconde Alexandre de Beauharnais y madre de dos hijos, Eugenio y Hortensia; frívola, infiel, de encantos algo marchitos y sin darle ningún hijo a Bonaparte, a pesar de todo ello Napoleón se enamoro de ella y se casaron.
Con este matrimonio, Napoleón pudo introducirse definitivamente en la alta sociedad parisiense.

En 1802, Napoleón normaliza sus relaciones con Gran Bretaña mediante la Paz de Amiens, en marzo de 1802.

Este era el momento esperado por los nobles refugiados en Gran Bretaña para volver a su país, entre ellos Guy de Montpensier, quien había sobornado a funcionarios de prisiones para que le dejaran en libertad y pudiese regresar a su país.
Este aristócrata, astrónomo y asesino de prostitutas hubiera sido diagnosticado por la medicina de nuestros días como bipolar de tendencias esquizoides, amén de epiléptico, pero dado su status de nobleza se le consideraba tan sólo, un excéntrico.
Había trabado amistad con Josefina poco antes de empezar la Revolución, en La Martinica, cuando ella contaba tan sólo con quince años. Mantuvieron una tórrida relación hasta que ella se casó con el Vizconde de Beauharnais.
Es a su vuelta a Francia en 1802 cuando Guy pide cita con Josefina y le muestra el Lindsay.
Josefina muestra gran interés por el manuscrito y lo compra por una más que importante cantidad. Se lo ofrece como regalo a Napoleón, explicándole de que se trata.
Napoleón no muestra el menor interés por él, y comenta que si Cristo murió o no en la Cruz es algo que sólo preocupa a aquellos que no vieron con sus ojos los terrores de la Revolución.
No sabemos que ocurrió aquí con el Lindsay.
Bien en manos de Josefina Bonaparte, de Francisco de Asís o de los cartujos del monasterio de Cazalla de la Sierra, su pista se pierde.

*         *          *


Pasan unos cien años, estamos ya en 1898, y el gobierno inglés llega a la conclusión de que ningún lugar es seguro para custodiar el Lindsay. Toma entonces la paradójica decisión de encargar la venta del mismo a sus servicios secretos, dándole instrucciones para que lo hicieran a alguien que se comprometiera a guardarlo.
Pero no se encuentra ningún comprador. En esa época nadie está interesado en un manuscrito que, con toda seguridad, debe ser falso. En esos momentos, el manuscrito es robado bajo las mismísimas barbas de Scotland Yard, que no puede hacer otra cosa que darlo por desaparecido.

En 1913, nadie sabe cómo, aparece en la tienda de un anticuario neoyorquino, Peter Lindsay Hoggs, quien al estallar la Gran Guerra decide venderlo por su falta de fondos. El anticuario alemán Joel Ascher, residente en Nueva York, lo compra por 5000 dólares. En 1929, con el estallido de la Gran Depresión, marcha a Europa y abre una tienda en Berlín, pero en 1933, tras ganar unas elecciones democráticas, los nazis llegan al poder.
Las SS y las SA asolan todo Berlín, destruyendo los establecimientos judíos, quemando sus comercios con todos sus enseres y llevando a sus propietarios a los campos de concentración que estaban construyendo por toda Alemania sin que el resto del mundo supiera nada de esta atrocidad. Y éso, cuando no los mataban directamente de un tiro en la frente.
Ascher, consciente de la importancia del Lindsay, como ya empieza a ser llamado, sabiendo que tiene parte de sangre judía, aunque siendo hombre de profundas convicciones cristianas, se lo entrega bajo promesa de que lo custodiaría hasta con su vida si fuera preciso, a otro anticuario alemán, Wim Engels.

El 1 de septiembre de 1939 los nazis invaden el pasillo de Danzig, comenzando así la Segunda Guerra Mundial. Engels es movilizado y enviado al frente.

El 7 de mayo de 1945, Alemania se rinde, acaba la guerra en Europa y Engels puede volver a Berlín, donde se encuentra con que su tienda había sido destrozada por un bombardeo aliado, así como todas sus pertenencias. Lógicamente, lo que más le preocupaba era el manuscrito lindsayés.
Engels, con su tesón alemán, vuelve a montar otro negocio, esta vez de artículos religiosos.

Curiosamente, el Lindsay no vuelve a aparecer hasta 1968, en el Quartier Latin de París y más concretamente, en la librería “La joie de lire”, en medio de la vorágine del mayo francés.
La revuelta en Francia es generalizada. El 22 de marzo de 1968 los estudiantes crean el movimiento 22 de marzo. La tensión aumenta a partir de entonces. El 3 de mayo la policía cierra la Sorbona y aquella misma noche estallan los primeros enfrentamientos con intervenciones salvajes de las C.R.S.8
El 28 de mayo había nueve millones de trabajadores en huelga, pero éstos volvieron pronto a sus trabajos ante las mejoras conseguidas por las negociaciones de sus sindicatos y el movimiento estudiantil se deshinchó en julio.

“La vacuidad de los grandes valores procede del valor de las largas vacaciones”, escribían en las paredes de Estrasburgo los jóvenes airados.

Ningún participante del mayo tuvo la menor noticia del descubrimiento del Lindsay, a pesar de que “La joie de lire” era la librería emblemática del movimiento.

La policía científica acude a la librería nada más tener noticia de que allí se encontraba el XIX, se apodera de él y comunica al gobierno su descubrimiento. Rápidamente, como aves de rapiña, el Ministerio de Cultura, el del Ejército y el de Interior quieren el manuscrito para sí. Al final, por decisión del Presidente de la República, Charles de Gaulle, al leer el manuscrito y darse cuenta de su gran valor, envalentonado por haber sofocado la revolución de mayo, toma inmediatamente la decisión de encerrarlo en una caja de seguridad de la cámara acorazada del Banco de Francia.

Pero Mayo aún coleaba, y llevaba su lucha hasta a sus enemigos. Un importante funcionario del Banco de Francia, Gilles Mauriac,La cultura es lo más importante intrigado por el sigilo que rodeaba la caja de seguridad 666, la abre tomando todo tipo de cautelas y encuentra la filacteria que encierra el Lindsay. La esconde en su gabardina y se la lleva a su casa.
El tal Mauriac era un redomado fascista, antiguo miembro de la O.A.S. Y uno de los futuros fundadores del Front National de Le Pen.
Al tener el Lindsay en su poder toma el tren para Madrid, donde se cita con Fernando María Castiella, ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de Franco y le muestra el Lindsay, indicándole su contenido.
Castiella, profundo católico, monta en cólera y toma la decisión de que esa bomba no puede estar en manos de De Gaulle. Mauriac exige que se llame a Blas Piñar, fundador de la recientemente creada Fuerza Nueva.
Todo esto llega a oídos de don Manuel Fraga Iribarne, a la sazón Ministro de Información y
Turismo, y padre de la nueva Ley de Prensa.
A partir de aquí todo es un guirigay hasta que el asunto llega al Palacio de El Pardo.
El general Franco entra a saco en el tema y hace llamar a don Ramón Menéndez Pidal para que traduzca el manuscrito, o indique quién lo puede hacer. Menéndez Pidal aconseja a don Juan Blanco, profesor de Lenguas Muertas de la Complutense, emparentado lejanamente con el escritor heterodoxo y sevillano José María Blanco-White.
Aquello deja a todos sin habla: Jesús no muere en la Cruz, vive maritalmente con la Magdalena en Gosen durante veinte años y es enterrado por el Apóstol Santiago, evangelizador de España, en Sevilla. Todo ésto supondría la hecatombe de las Iglesias Cristianas.
  • A no ser que sea falso.- exclama de repente el Caudillo.
Se le hacen pruebas de todo tipo: C14, pólenes, tinta... todas confirman que el manuscrito es de mediados del siglo I d.c. Si es una falsificación lo será su contenido, pero el pergamino se corresponde con la época en que dice haber sido escrito.

Cuatro inspectores de la Brigada Político-Social son encargados de llevarlo a la cámara acorazada del Banco de España.
Franco tiene en su poder una bomba capaz de destrozar 2000 años de historia.

Pasan los años, muere Franco, se instaura la democracia en España y en 1982 llegan al poder los socialistas. Nadie sabe cómo, pero llega a oídos del Vicepresidente del Gobierno Español, don Alfonso Guerra, la existencia del Lindsay y se persona en la caja de seguridad que lo contiene para verlo. Admira la filacteria y sus orlas y saca el manuscrito. Acompaña a Guerra el mismo don Juan Blanco que tradujera el manuscrito a Franco hacía ya catorce años.
Aparecen los cuernos diabólicos de Guerra y decide publicarlo, pero el asunto llega hasta el Presidente del Gobierno, don Felipe González, mucho más sensato que Guerra y pide, otra vez en la historia del Lindsay, guardar cautelas.
El inconveniente legal de todo este asunto es que el Lindsay es propiedad del gobierno francés.
Los Ministros de Asuntos Exteriores de Francia y de España se entrevistan y conciertan una reunión al más alto nivel entre González y François Mitterrand.
El Lindsay es una patata caliente que nadie quiere tener en sus manos, por lo que Mitterrand declina toda propiedad legal sobre él y se la cede al gobierno español. Al fin y al cabo, España con los falangistas o con los socialistas sería, y es, siempre una unidad de destino en lo universal.
Mientras tanto, y después del golpe de Milans del Bosch, aún hay ruido de sables en los cuarteles españoles9. Por esta razón, el gobierno socialista había tomado dos decisiones: la primera, entrar a España de cabeza en la OTAN, y la segunda, mantener informados a todos los militares de todo lo que se cueza en las entresalas del gobierno. Por esta razón, el Ministro de Cultura, don Javier Solana, había invitado al Capitán General de la II Región Militar, don Fernando de Merry Gordon, para informarle de lo que se ocultaba en la caja 666 de la cámara acorazada del Banco de España.
Afortunadamente, Solana tuvo la feliz idea de que se sirviese al general una botella de coñac de la que dio buena cuenta, de modo que al final de la reunión, don Fernando se encontrara completamente ebrio y no recordara nada de lo que le había hablado Solana.

Pasan los años y llegan por segunda vez los populares al poder. En esta ocasión, el líder es un tipo con pinta de gilipollas, pero que cuando se conoce a fondo resulta ser un auténtico gilipollas.
Al entrar en la Moncloa es informado, entre otras muchas cosas, de la existencia del Lindsay.
  • ¿Jesús no murió en la Cruz? ¿Y a quién le importa éso? - fue su comentario al conocer el contenido del manuscrito.

El 18 de julio de 2012 un comando del Mosad entra en la cámara acorazada del Banco de España. Su misión: apoderarse del Lindsay. Resultado: los cuatro agentes del comando israelí muertos así como dos guardias civiles del retén de ocho miembros que custodian la cámara.
Ni una nota de prensa; no hubo quejas por parte del gobierno de Tel Aviv. Tan sólo Wikileaks habló algo del tema durante las navidades de aquel año, pero nadie lo tuvo en cuenta y se tomó por una patraña.
Por último, hay que reseñar que un argentino, Miguel Recordón Mongiardino, entró en la cámara haciendo udo de la hipnosis y se llevó el Lindsay ante la mirada somnolienta de sus guardianes.
Esa misma noche tomó el vuelo 526 de Pan Am, llegando a Buenos Aires sobre las siete de la mañana. Cogió un taxi y se presentó, de inmediato, en el despacho del rector de la Universidad Católica de Buenos Aires.
  • ¿Lo traés?
  • Claro. Esto, vos tenés la plata ¿no?
  • Pero hombre. ¿alguna vez os fallé?
  • Será mejor que no conteste a esa pregunta. Por las dudas. Por cierto ¿qué pensás hacer con el Lindsay?
  • Ya está todo hablado. La señora Kirchner tené dispuesta una caja en la cámara acorazada del
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Banco Central de Argentina, y en ella será guardado, aunque la propiedad sea nuestra.
  • La 666.
  • En efecto, pero ¿cómo lo sabés?
  • Ni pensés. El Lindsay me ha vuelto mago.

* * *


Desde mediados del siglo I en Jerusalén hasta el día de hoy en Buenos Aires, una larga historia ha recorrido el Lindsay, historia que, en varias ocasiones, a punto estuvo de acabar con él. Si no fue destruido, de seguro que hubo intervención divina para preservarlo, una intervención que se hizo para salvar un documento que afirma que Jesús era simplemente un hombre que murió en la Cruz, y no el Hijo de Dios.
Uno de los mayores sindonistas del mundo, el profesor Julio Marvizón, logró, por métodos que nunca ha desvelado, estudiar el Lindsay y fotografiarlo.
Esta es su traducción:

Fue Nuestro Señor crucificado a los 33 años de edad. Los que colocamos nuestras marcas debajo de este manuscrito damos fe de que no murió en la Cruz, sino que tan sólo se hallaba inconsciente por las torturas sufridas. Lo descendimos como si hubiese muerto para engañar a los soldados romanos que lo custodiaban, y con prisa, ya que era la Parasceve. Se le escondió en una sepultura nueva y cercana al Gólgota, propiedad de José de Arimatea, y Nicodemo trajo bálsamos y ungüentos para sanar sus heridas. Al cabo de un tiempo, Jesús sanó y volvió a caminar. Se despidió de sus discípulos y marchó con María de Magdala a Egipto, a la tierra de Gosén10, donde había transcurrido su infancia con sus padres, María y José.
Al cabo de unos años regresó la Magdalena diciendo que Jesús había muerto y que había dejado dispuesto que su hermano Santiago lo enterrase en el otro confín del mundo, para que nunca fuese hallada su sepultura.
Los que colocamos nuestras marcas debajo de este manuscrito damos fe de que el cuerpo de Cristo fue recogido de Gosen y llevado por su hermano Santiago al otro confín del mundo.
Los que colocamos nuestras marcas debajo de este manuscrito damos fe de que el deseo de nuestro Maestro se cumplió y fue enterrado como él dijo.
Su último mensaje, según su mujer María de Magdala, fue el “mandatum divinum”: “Queréos entre vosotros como yo os quise”.
Ningún milagro, parábola, acción o palabras atribuidas a Jesús son falsas o se ha exagerado su importancia.
Hombre o no, Nuestro Señor fue Bar-Abbas, el Hijo de Dios”

Rafael Navarrete Bohórquez
13 de febrero de 2013

Vº Bº
Miguel Recordón Mongiardino
15 de febrero de 2013





Pero Mayo aún coleaba, y llevaba su lucha hasta a sus enemigos. Un importante funcionario del Banco de Francia, Gilles Mauriac,La cultura es lo más importante intrigado por el sigilo que rodeaba la caja de seguridad 666, la abre tomando todo tipo de cautelas y encuentra la filacteria que encierra el Lindsay. La esconde en su gabardina y se la lleva a su casa.



1 Según una tradición medieval, tras el Pentecostés, los apóstoles se dispersaron por todo el mundo conocido para llevar el Evangelio a los gentiles. De la evangelización de Santiago hay varias versiones. La más extendida dice que evangelizó Gallaecia, tras atravesar las Columnas de Hércules y bordear la Bética y la Lusitania.
2 Donato Servitano , San Donato, fue un monje del siglo VI fundador y abad del monasterio servitano. Fue el primero en introducir en tierras ibéricas una regla común para todos los monjes del cenobio, ya que hasta esa fecha los monjes seguían individualmente las disciplinas que a cada uno le impusiese su superior eclesiástico.
3 Doctrina del presbítero de Alejandría, Arrio, que expone que Jesús es Hijo de Dios, pero no Dios Él mismo.
4 Heptarquía anglosajona es el nombre dado al periodo de la historia británica entre 475 y 827, caracterizado por la existencia de un conjunto de siete reinos establecidos por los pueblos anglos, sajones y jutos, que desde el siglo V invadieron la parte meridional de la isla de Gran Bretaña, cuando hacía ya casi 70 años que este territorio había sido abandonado por las legiones romanas. Los siete reinos eran Kent, Wessex, Essex, Northumbria, Estanglia y Mercia..
5 Oliver Cromwell (1599-1658) es una figura controvertida: sus admiradores lo citan como un líder fuerte, estabilizador y con sentido de Estado, que se ganó el respeto internacional, derrocó la tiranía y promovió la república y la libertad. Sus críticos le consideran un hipócrita abiertamente ambicioso que traicionó la causa de la libertad, impuso un sistema de valores puritano y mostró un escaso respeto hacia las tradiciones del país. Cuando los monárquicos volvieron al poder, su cadáver fue desenterrado, colgado de cadenas y decapitado, y su cabeza expuesta durante años para escarnio público. Fue el principal responsable de la muerte de Carlos I de Inglaterra,

6 Desde la época de Kepler circulaban conjeturas acerca de la existencia de un planeta perdido dentro del sistema solar. En el siglo XVIII, las teorías matemáticas de Titius que establecían una proporción numérica entre las distancias que separan a los distintos planetas del Sol, difundidas por Bode en 1772, dieron aún más ímpetu a la búsqueda de dicho planeta.

7 A pesar de la guerra, el correo con París estuvo abierto en toda Europa para enviar comunicados científicos; en el caso de Inglaterra por medio de la Royal Society, que tenía ciertos derechos especiales de franqueo, de tal forma que la correspondencia de sus miembros se dirigía directamente a su destino, ya fuese a algún lugar del país o a Europa, incluida Francia. Así, se podían enviar mensajes a París donde se centralizaba toda la información recibida. De este modo, el supuesto espía astrónomo francés, residente en Inglaterra, podía enviar sin ningún tipo de problemas, mensajes criptografiados al gobierno revolucionario francés. Utilizaba los datos astronómicos que tomaba en sus observaciones del cielo para ocultar en ellos información sobre las fuerzas inglesas.
8 Compañías Republicanas de Seguridad. Fuerza de choque de la policía francesa.
9 Hubo dos intentos de golpes de estado: el primero de ellos fue el 27 de octubre de 1982. El plan, con la clave “MN”, posiblemente en relación al Movimiento Nacional, consistía en preparar varias acciones violentas contra personalidades progresistas, autonomistas y de izquierdas, para posteriormente culminar con una gran explosión en un bloque de viviendas militares de Madrid. De todo ello se culparía a ETA y a la ineficacia en la lucha contra el terrorismo, todo lo cual justificaría la intervención militar.
El golpe se llevaría a cabo el 27 de octubre, víspera de las elecciones generales. A cierta hora que no estaba concretada, se ocuparía la Academia de Artillería de Fuencarral donde se encontraba Milans del Bosch. Posteriormente se neutralizaría la cadena de mando ocupando la Capitanía General de Madrid y el centro de operaciones de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Se declararía el estado de guerra y 80 comandos se dispondrían en tres anillos que cercarían la capital, controlando todas las sedes de poder, como el palacio de la Zarzuela (residencia del rey), la Moncloa (residencia gubernamental), los ministerios,TVE, las emisoras de radio... Para todo ello tenían asegurada la participación de la Unidad de Helicópteros de Colmenar Viejo las dos Compañías de Operaciones Especiales (COES) de la capital.

Hubo otra conspiración golpista para el 2 de junio de 1985. La conspiración fue auspiciada, presuntamente, por altos mandos militares. El objetivo era crear un vacío de poder que facilitase la intervención del ejército en la política española, produciendo así una involución política.
Para ello planearon asesinar al entonces Presidente del Gobierno, don Felipe González, al vicepresidente primero, Alfonzo Guerra, al ministro de Defensa, Narcís Serra, a los jefes de la cúpula militar, los almirantes Ángel Liberal y Guillermo Salas y los tenientes generales José María Sáenz de Tejada y  José Santos Peralba. Asimismo, los golpistas planearon acabar con la vida del Rey don Juan Carlos, de la Reina Sofía y de las infantas Elena y Cristina. Al acto también asistieron el Presidente del Congreso, el presidente del Senado, el presidente del Tribunal Cosntitucional, el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, así como otros miembros del gobierno de Felipe González. El múltiple magnicidio se llevaría a cabo mediante la explosión de una o varias bombas situadas bajo la tribuna de autoridades, durante el desfile militar del Día de las Fuerzas Armadas, que se celebraría el 2 de junio de 1985 en la ciudad española de La Coruña.
Los militares implicados en la conspiración tenían previsto alquilar un edificio con sótano próximo a la tribuna y horadar un túnel en el que colocar más de 100 kilos de potentes explosivos. Estos habrían sido proporcionados por un empleado de una empresa constructora, pues el uso de material explosivo procedente de las fuerzas armadas habría delatado la conspiración militar. Más tarde, ETA, habría sido culpada del ataque.

10 La tierra de Gosén es donde tuvo lugar el cautiverio del pueblo judío en Egipto.

domingo, 3 de marzo de 2013

“Cuento de Cuaresma: Viernes de Dolores y Alegrías”



Para mí, lo fantástico
procede siempre de lo cotidiano”

Julio Cortázar


Francisco gustaba de hacer el mercado muy de mañana, casi al amanecer. Al fin y al cabo, desde que se jubiló hacía ya la friolera de cinco años, la compra se había convertido en su principal ocupación.
Aquel día, como todos, se levantó muy de mañana, con las campanas de un convento cercano que llamaban a maitines. Salió de la cama y sentóse en el wáter, exoneró el vientre e hizo sus abluciones matutinas. Después le llegó el turno al rito diario del afeitado, con brocha, jabón y navaja, como es de recibo en un hombre que siempre se había vestido por los pies.
Ya aseado, se dirigió a la cocina, donde se preparó un café claro que siempre tomaba con leche y un poquitín de azúcar. Eso de la sacarina eran tonterías de médicos, y Francisco pensaba que, como dice el refrán, quien pee fuerte, mea claro y caga duro no precisaba galeno ni boticario.
Al bajar a la calle, con la luz del alba en los cielos, compró su ABC en el kiosco de Alberto y vio las mortuorias. Era una suerte el día que no venía la de algún familiar o conocido. A su edad, uno sabe que pronto navegará por la laguna Estigia y siempre se está a la espera de la pronta visita de la Parca.
Francisco gustaba de sentarse en un velador de mármol de Casa Cobo, donde Juan el camarero le llevaba su segundo café del día y, de vez en vez, una tostada con ajo y aceite de oliva que le sentaba a las mil maravillas.
Abrió el ABC por las páginas en donde hablaba de cultos cofradieros. Hoy era Viernes de Dolores, y en este pórtico de la Semana Grande le apetecía ver todos los años el traslado del Cristo de la Quinta Angustia a su paso. Lola era también muy aficionada a todo lo relacionado con la Semana Mayor de Sevilla, aunque ella prefería el traslado del Cristo de la Mortaja, en el hermoso Convento de la Paz. A veces, para convencerla, Francisco le recordaba aquella saeta que oyeran cantar al Calvario saliendo de su templo:

Las tinieblas del Calvario

en soles se convertían,

que tú nos diste la luz,

cambiando la muerte en vida,

desde el árbol de la Cruz”

pero, claro, ella contraatacaba con otra:

Con blanco lienzo de lino

le hicieron una mortaja,

y con aromas muy finos

el Santo Cuerpo embalsaman

de aquel Cordero divino”

Llegó la hora de hacer la compra, que efectuó en el mercado de la Puerta de la Carne: un poco de fruta, una merluza fresca a muy buen precio y unos despojos, mollejas de cordero, el plato preferido de Lola, aunque el médico le decía siempre que no abusara de ellas. ¡Que sabrían ellos!. Por último, compró el buen pan caliente, recién hecho, de la tahona de las Doncellas.
Cargado con la prensa, el pan y la compra subió a su casa, en la calle Rastro, lindante con el antiguo Cuartel de Intendencia y actual sede de la Diputación Provincial.
Francisco calentó café en una cacerola y sirvió dos humeantes tazas. En la mesa camilla de la pequeña salita colocó, cuidadosamente, las dos tazas con sus cubiertos, el pan tostado y la aceitera. Fue de nuevo a la cocina por el azucarero, aquel de barro cocido tan bonito que Lola comprara en Aracena, que se le había olvidado. Al sentarse, colocó frente a él la foto de Lola, enmarcada con su lazo negro en el ángulo superior derecho.
- ¿Te echo el azúcar, niña?. – se dirigió a la foto – No te molestes, que ya te preparo la tostada.
Encendió la radio y sonó la canción de la Piquer que tanto les gustaba:

Cuando el domingo te pones
el traje negro de pana
y ese clavel en la boca
y ese sombrero de ala ancha...”

- Que bien cantó Doña Concha el año 49 en el Teatro San Fernando, ¿recuerdas?. He olvidado el nombre de aquel espectáculo, ¿tú te acuerdas, Lola?, aunque nunca se me va de la cabeza lo muchísimo que nos gustó. Era la mejor de todas. Y encima casó con aquel torero, Pascual Márquez, que era uno de los grandes. El torero y la tonadillera, la esencia del ser español. ¿Quieres que te ponga otra tostada?.
El Viernes de Dolores era fecha señalada todos los años para Francisco y Lola. Era el santo de ella y el pórtico de la Semana Grande, pero sólo para los iniciados, como Francisco, como Lola; el uno con el Calvario, la otra con la Mortaja.

                                                            La otra con la mortaja.

                                                                                        La otra con la mortaja.

A Lola la amortajaron las Hermanas de la Cruz el Viernes de Dolores de hacía ya tres largos años.
- Lola, ¿no vas a tomarte el café?. Bueno, ya me lo llevo..
Francisco cogió la taza de Lola y se quedó mirando su foto. Dejó con cuidado la taza en la mesa y tomó la foto con sus dos manos, con muchísimo cuidado, como si fuese un pajarico caído de su nido. Con los dedos índice y corazón de su mano derecha acarició el dulce rostro enmarcado de Lola.
- Perdona un momento, querida.
Colocó de nuevo la foto en la mesa y se dirigió al cuarto de baño. Abrió el grifo del lavabo y dejó correr el agua. Entonces, empezó a llorar; larga, cansina, amargamente, tapándose el rostro con las manos, como avergonzado. No podía soportar el hecho de que Lola no estuviera a su lado, pero tampoco el llorar delante de ella, delante de su foto, delante de su recuerdo; todavía no. Dicen que los mejores se van los primeros y así había ocurrido con Lola, y Francisco quedó solo y desamparado, como el pastor de la égloga de Garcilaso.
Francisco se miró al espejo, se humedeció los ojos con agua y recitó en voz alta y clara, como le gustaba a Lola aquel pasaje de las Églogas.

           “¿Dó están agora aquellos claros ojos
             que llevaban tras sí, como colgada,
             mi alma doquier que ellos se volvían?.
             ¿Dó está la blanca mano delicada,
             llena de vencimientos y despojos
que de mí mis sentidos le ofrecían?
Los cabellos que vían
con gran desprecio el oro,
como a menor tesoro,
¿adónde están? ¿adónde el blando pecho?
¿dó la columna que el dorado techo
con presunción graciosa sostenía?
Aquesto todo agora ya se encierra,
por desventura mía,
en la fría, desierta y dura tierra.”

Lola era muy aficionada, al igual que él, a la poesía clásica del Siglo de Oro, sobre todo a Garcilaso y a San Juan de la Cruz, a los que llamaba “dulces cantores del alma castellana”.
Decidió perfumarse antes de salir, como si hubiese hecho algo sucio. Patrich era su colonia, y Lola gustaba de comprarla en frascos de a litro en un comercio de la calle José Gestoso porque le salía más barato, y así aprovechaba y le llevaba un par de calcetines de hilo o unos calzoncillos. A Lola siempre le gustó comprarle la ropa interior, aunque Francisco nunca entendió el porqué. Cosas de mujeres, pensaba él. Ahora tenía que comprársela solo, cuando ya se le habían hecho viejas o el elástico no apretaba como debía.
Volvió a la salita, recogió los restos del desayuno, colocó en el centro de la mesa el retrato enmarcado de Lola con su lazo negro y salió de nuevo a la calle, con su ABC debajo del brazo. Era una soleada mañana de primavera, algo fresca, que invitaba al paseo, pero su destino estaba algo alejado. Se dirigió a la parada del autobús y se sentó en ella esperando que llegara. No tardó mucho. Le mostró al conductor su carnet de pensionista y pasó al fondo, donde se sentó y comenzó a leer su periódico: el artículo de Capmany, el de Manuel Barrios, las Cartas al Director... En las páginas de Sevilla hojeó los horarios de los actos y cultos cofradieros vespertinos: el traslado de la Quinta Angustia, de la Mortaja, del Señor de las Tres Caídas de San Isidoro... Había donde escoger, pero veríamos que decidía Lola. Ella siempre tenía la última palabra.

                                                                         La última palabra.

                                                                                                   La última palabra.

Las últimas palabras de Lola fueron ininteligibles. Algo así como un jadeo agónico entrecortado cruzado de muchos ¡Dios mío!, ¡Dios mío!. La vida no imita al arte; lo empeora. El arte es medida, canon, razón, poesía, ritmo. La vida es real; es el caos de la existencia. El arte es digital y discreto; la vida, analógica y continua. Un fractal complejo en un espacio de dimensión infinita. Por eso, el arte embellece lo que en la vida es doloroso. Un muerto en la cruz es una visión infernal, pero el Cristo del Amor es de una belleza sublime.
Unos día s antes de morir, sintiéndose ya muy enferma, Lola le dijo que no quería que la quemaran. Quería que sus restos reposaran en el hermoso cementerio de San Fernando, en ese bello jardín que Sevilla le ha dedicado a la muerte. Quería descansar en una tumba en el suelo sobre la que colocaran una sencilla lápida de mármol blanco con la siguiente inscripción:



Dolores Ruiz Melgarejo
(1932-1996)
Siempre vivirás en nosotros


¡Cosas de mujeres!. Pero era su deseo y Francisco lo cumplió.

El autobús llegó al cementerio y Francisco se apeó de él. Compró un ramo de claveles rojos en uno de los puestos de flores de los aparcamientos situados a la entrada del camposanto. Eran las flores apropiadas para un Viernes de Dolores, para la sin par cuaresma sevillana, y para el pórtico de esa Semana Santa que tanto gustaba a su Lola.
Enfiló la calle de la Fe, la avenida principal de la necrópolis sevillana, hasta llegar al Cristo de las Mieles, ante quien musitó una breve oración, como siempre hacía. Luego volvió sobre sus pasos y llegó ante la tumba de Lola, de su Lola. Quitó las flores secas de los jarrones y colocó cuidadosamente las nuevas. Luego se acercó a una de las fuentes cercanas y cogió un cubo y paños con los que se dispuso a asear la tumba. Aquel año no había llovido mucho y el polvo afeaba la tumba de su esposa. Cuando acabó las tareas de limpieza se incorporó y contempló su trabajo.
- ¿Que tal, Lola?. ¿Va todo bien?.
- Papá, por favor. ¿Ya estamos otra vez?. ¿Por qué no nos has esperado?.
Era su hijo Rafael, con su nuera Carmen, que venían al cementerio en el aniversario de la muerte de su madre.
- Hola, hijo. ¿Y los niños?.
- Se han quedado en casa, papá.- le respondió su nuera Carmen dándole un cariñoso beso - ¿Porqué te empeñas en castigarte tanto?.
- Pero ¿qué dices?. Anda hija, no seas tonta y déjame con mis cosas, que no son más que manías de viejo. Además, debéis respetarme porque soy el abuelo de vuestros hijos, y lo único que hago es cumplir un deseo. El deseo de ella de que su tumba siempre se encontrase adecentada. ¡Tantas veces hablamos de envejecer juntos!. Y ese sueño se truncó, como una empresa que se va al garete. ¿A quien hago daño sino a mí?. No creáis que estoy loco; y en todo caso, si lo estoy, es loco de amor, que es la más hermosa locura en que pueda caer un hombre de mi edad. ¿Acaso os imagináis que no sé con certeza, con absoluta y cruel certeza, que Lola se me murió hace ya tres años; que hace ya mil noventa y cinco noches que duermo solo?. Pues claro que lo sé, y lo sufro, y lo siento. Pero ¿aceptarlo?. No; nunca lo aceptaré; y por eso todas las mañanas le preparo el café, que va al sumidero, y las tostadas, que acaban en el cubo de la basura. ¿A quien le importa, sino a mí?. Ya no tengo edad para usar el viejo truco del recurso del beber, así que dejad que me engañe como pueda, con sueños, ilusiones, fantasías que no hacen daño a nadie. Dejadme con ella, por favor, que siempre fue mía, y volved con los niños, con la alegría, con la vida. A mí ya sólo me queda el recurso de la mentira, del sueño, de la ilusión. Tened en cuenta que ella, vuestra madre, fue para mí una muchacha que hacía revolotear sus faldas por las fiestas del barrio. Primero fue mi novia, luego mi mujer; después se convirtió en la madre de mis hijos y más tarde en la dulce abuela de mis nietos. Pero siempre, y por encima de todo, fue mi compañera, y ahora es mi sueño. Dejadme con mis soledades y mis penas, que bastante tengo con arrastrarlas.
Francisco tenía los ojos húmedos, como su hijo. Carmen volvió a darle un beso.
- Sólo desearía que tu hijo me quisiese tanto como tú quisiste a Lola.
- Como la quiero, Carmen. Como la quiero.

*          *          *

 
Francisco almorzó ese día en casa de su otro hijo, Ramón, y de su nuera Isabel. Por complacerle, y por cumplir con la vigilia, Isabel le preparó un guiso de bacalao con fideos que estaba para chuparse hasta los codos, y de postre, arroz con leche. Un típico almuerzo cuaresmal.
- Vamos a ver que te parece este tinto manchego que me ha regalado Isabel, papá.
Ramón sirvió una copa a su padre, que la paladeó lentamente.
- Muy bueno, Isabel, muy bueno. Tienes buena mano para el vino, y éso denota cultura. Dicen que las personas que saben beber, saben vivir, y tú sabes vivir, hija.
- Y tú también, abuelo. Que bien sabes catar todo aquello que se te pone por delante.
- Es que es de los pocos placeres que nos quedan a los viejos. Con la edad perdemos fuerza, vigor, memoria, hasta el sexo nos abandona, pero el olfato diríase que se agudiza, o al menos así me lo parece. Con los años sólo nos quedan los placeres de la mesa a los que hemos perdido por causas mayores los de la alcoba. Hombre, podemos leer, pero la vista se cansa; oír música, pero casi siempre, sin darnos cuenta, nos hemos dormido. El pasear cada vez es más fatigoso, y la charla con los amigos se torna repetitiva. Pero puede que nuestra vida haya merecido un vaso de buen vino y un plato colmado de una simple, pero excelente, sopa de ajos. Y a veces nos entretenemos pelando judías alrededor de la mesa de la cocina, o arvejas. Entonces, entornamos los ojos y al igual que Proust con su magdalena, recordamos tiempos pasados, más jóvenes, más felices. Por eso los viejos – no los ancianos ni la tercera edad; los viejos, que es lo que somos – rejuvenecemos con el beber y el yantar; porque es lo que nos queda después de tanto desgastarnos al caminar por la vida.
- Papá, es admirable lo bien que hablas.- comentó su nuera.
- Pues no tanto, porque al fin y al cabo es con lo que me he ganado siempre la vida, con el lenguaje.No en balde soy catedrático de Instituto –ya jubilado- de Literatura y Lengua Española. ¡Hombre!, aquí está mi niña.
En el salón había hecho su entrada la pequeña Julia, la menor de sus nietos, un diablillo de ojos azules y melena rizada y pelirroja que era el ojito derecho de su abuelo.
- Hola, abuelo. ¿Me das un duro?.
- Pronto empezamos hoy. Toma, cinco duros para que te compres alguna que otra chuchería.
Francisco se quedó mirando a su nieta con arrobo.
- Me recuerda muchísimo a su abuela: los mismos ojos, el mismo cabello. Será tan hermosa como ella.
- Seguro, papá. Seguro.

*          *           *


Después de tomar café, Francisco se fue paseando a su casa. No se encontraba lejos de ella, ya que Ramón vivía en la cercana calle San José. Al pasar por el Cuartel de la Puerta de la Carne se entretuvo leyendo por enésima vez el azulejo dedicado a Cervantes, uno de los que tanto abundan por las calles de Sevilla, y con sus frases en la mente llegó a su casa.
- ¡Lola!. ¿Estás ya preparada?. Venga, que vamos a salir.
Se dirigió a la foto de Lola y le dio un beso.
- Tu nieta estaba hoy lindísima. Me preguntó por tí; de seguro que quería que le dieras algo para comprar esas chucherías que tanto le gustan. Bueno, me voy a arreglar en un santiamén y salimos. ¿A que no sabes que santiamén viene de las palabras latinas “Spiritus Sancti, Amen” con que suelen acabar muchas oraciones de la Iglesia?. ¿Cómo que sí?. Desde luego es que no se te puede enseñar nada porque lo sabes todo.
De alguna manera, Francisco estaba contento. Sus hijos y nietos le habían alegrado el día. Si Lola viviera sería todo como un bello sueño, pero al faltar ella la felicidad quedaba eclipsada. Ya no estaba a su lado para alegrarle la vida y calentarle la cama. Por eso recurría al engaño; al engaño a sí mismo del que se estaba convirtiendo en un auténtico experto.
Abrió el ropero y escogió el traje gris oscuro, muy apropiado para un Viernes de Dolores, se anudó al cuello de una camisa de tonos levemente azulados una corbata de color lila y volvió a perfumarse con Patrich.
- Lola, ya podemos salir. ¿Qué te parece si vamos primero a la Alfalfa al besamanos de San Isidoro?. ¡Que guapa te has puesto!. Pareces una mocita.
Francisco besó el retrato de Lola y salió a la calle. Se llegó primeramente a San Nicolás, donde rezó delante del palio de la Candelaria por el alma de su esposa. La virgen estaba, como siempre, preciosa con su hermoso manto azul bordado en plata según la escuela juanmanuelina de tantísima tradición en Sevilla. El Señor era otra cosa; de pequeño tamaño y tallado íntegramente en madera, incluida la túnica, nunca había sido de su agrado, aunque a Lola le encantaba.
Tomó café en el Horno de San Buenaventura de la Alfalfa, con un pestiño de la casa que le recordó el delicioso sabor que tenían los que su esposa preparaba todos los años en la víspera de un día como hoy, con tanta dulzura que diríase que la miel y el anís salieran de sus propias manos más que del colmado donde los comprara. Lola solía colocar junto a ella un barreño con agua templada en la que había dejado macerar puñados de anís – matalahúva, como decimos los sevillanos – y mojaba en ella sus manos antes de coger la masa para darle forma y freírla. Aquella operación tan simple dábanle a sus pestiños un sabor especial, un dulce olor a madre, a hogar, a Lola, que lo hacían inconfundibles. ¿Cómo iba a aceptar que ya no estuviera a su lado, si hasta un simple pestiño le recordaba su ausencia?.

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar”.

Con estos rebeldes versos de Don Antonio se dirigió Francisco mentalmente al Señor de las Tres Caídas, colocado en besamanos en su capilla lateral de la hermosa iglesia de San Isidoro. Besó devotamente la mano que portaba la cruz de aquel Señor caído como él, agotado, herido, pero al menos Él tenía la ayuda del buen Simón de Cirene, y Francisco no tenía quien lo ayudara a portar su cruz. ¡Eran tan largos los días y tan dolorosas sus noches!. Con la edad, el cuerpo necesita menos horas de descanso y las noches de Francisco se habían convertido en largas duermevelas que se le hacían insoportables. Últimamente había dado en leer clásicos de la poesía española: Berceo, Manrique, Quevedo... que de alguna manera actuaban como bálsamos sobre su alma herida, pero el bálsamo sólo calma, que no cura, y su pecho estaba de amor tan lastimado que, poco a poco, Francisco veía como la vida se le escapaba.
Se dirigió al Salvador para visitar al Señor de Pasión y al grandioso Cristo del Amor. Es increíble la belleza que en su interior atesora la que se podía considerar, sin duda alguna, como la segunda catedral de Sevilla. A su memoria acudió otra saeta oída con su Lola:

Pasión le llama Sevilla
y es de Pasión un clavel,
hinca, hermano, la rodilla
y mira que maravilla
de Martínez Montañés”

El increíble nazareno, que antes procesionaba con cirineo y ahora no, estaba colocado también en besamanos en su hermosa capilla barroca del lateral izquierdo del templo del Salvador. Fuera, en la plaza, los jóvenes tomaban cervezas en las tres bodeguitas situadas en los soportales vecinos de la cerería donde beatos y capillitas hacían provisión de útiles de cuaresma. Francisco observó con sorna como un chaval de alrededor de dieciocho años, con un pequeño pendiente en su oreja izquierda y con el pelo muy rapado y teñido de rubio, compraba incienso en la cerería mientras llevaba, con gran cuidado, un capirote recogido probablemente momentos antes en la cercana calle Alcaicería. Al salir con los recados hechos se encontró con unos amigos en las mencionadas bodeguitas y se lió con ellos un cigarrillo de haschís mientras saboreaba una cerveza y comentaba que salía el lunes en el palio de la Vera-Cruz. Así es Sevilla: una ciudad excepcional que sólo se da al que desea poseerla, pensó Francisco mientras paladeaba un oloroso que se permitió tomar por ser el día que era, rodeado de muchachos y muchachas en flor que podían ser sus nietos. De hecho, uno de ellos era su nieto mayor, que se le acercaba en compañía de su novia.
- Abuelo, que bien te lo montas ¿no?.- Su nieto Rafael le dio un beso- Seguro que ya te has visto tres o cuatro pasos.
- Claro que sí, hijo. Ya sabes como me gustan. ¿Qué?. ¿Dando una vuelta?.
- Haciendo tiempo para empezar la noche.
- Toma; tráele algo a tu novia y te pides lo que quieras.
- ¡Mil pelas!. Con esto tengo para toda la noche.
- Pues mejor, así os tomáis luego otra a la salud de tu abuela, que ya sabes que hoy es su día.
- Abuelo, por favor. No empieces.
- Yo no empiezo nada. ¿O acaso no es hoy el día de tu abuela?.

- Bueno, vale. ¿Te pido algo, abuelo?.
- No, hijo. Yo ya he completado mi cupo hasta el Domingo de Ramos.
La novia de su nieto lleva por hermoso nombre el de Elisa, y con dieciséis años tenía ya el cuerpo ondulado con formas de mujer. Francisco se sorprendió mirando al soslayo y a la tenue luz de la Plaza del Salvador cómo los pequeños pechos de Elisa dibujaban formas suaves de alcores de campiña sevillana. No pudo evitar esbozar una sonrisa al llevarse a los labios la copa de oloroso. Al fin y al cabo, los viejos sólo se solazan con la vista y con el paso de los años le atraen más los capullos en flor que la rosa en su plenitud. Pero su mirada era limpia y no necesitaba ser lavada después de efectuarla. Como decía Machado:

“El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve”

Sus ojos eran ojos porque la veían, y no podían escapar a su condición. Además, Elisa era una niña preciosa que a Francisco le caía muy bien.
- ¿Dónde vais a ir ahora, Elisa?.
- Pues no sé, abuelo. Tomaremos algo por ahí y a las doce y media hemos quedado con unos amigos aquí en el Salvador para rular un poco.
- A las doce y media. Muy bien, hombre, muy bien. Cuando yo estaba de novio con la abuela de Rafael tenía ya veintitantos años, la carrera acabada y un puesto de trabajo, y tenía que salir con ella llevando al lado una carabina,amén de devolverlas a su casa antes de las nueve de la noche.
- Que mal rollo, ¿no, abuelo?. No entiendo como podían vivir así. ¡Ea!, ya está aquí mi novio con la Coca-Cola. A su salud, abuelo.
- A la tuya, hija. A la tuya.


* * *


Los niños se fueron por la Cuesta del Rosario a sabe Dios qué, y Francisco miró el reloj. Las ocho y media pasadas. En otros tiempos hubiera tenido que acompañar a Lola y su hermana a casa, pero hoy estaba solo. Pensó que no merecía la pena llegarse a la Magdalena para el traslado de la Quinta Angustia y cayó en la cuenta de que hacía muchos años que no veía el del Señor de las Tres Caídas. Decidió acercarse a San Isidoro para verlo. Prefirió la calle Córdoba a la Cuesta del Rosario; en primer lugar por ser un camino más agradable, aunque algo más largo, y después por dejar que la parejita fuera a su aire, sin la mirada espía del abuelo. Los pajaricos que abandonan el nido deben volar sin que sus mayores los vigilen.
Plaza del Pan, Alcaicería, Alfalfa, Luchana; durante todo el trayecto, que hizo muy lentamente, fue observando los muchachos y muchachas que, animadamente, se dirigían a “empezar la noche”, como le había indicado su nieto. Era muy hermosa la frase. Para ellos significaba comenzar la diversión, encontrarse con los amigos, beber, vivir. Para él pudiera ser todo lo contrario: empezar la noche de su vida, acercarse al ocaso de su existencia, contemplar cómo se ocultaba el sol sobre sus días. De todas maneras, no eran pensamientos sombríos. Es hermoso llegar a la noche cuando se ha contemplado un amanecer luminoso que ha ido dando luz a un largo día de plenitud.
Empezar la noche. Quizás aquellos jóvenes fueran furibundos corifeos de aquella “infame turba de nocturnas aves” de la que hablaba Góngora. Francisco siempre había pensado que la humanidad se dividía en dos grandes grupos: los del día y los de la noche, los amantes del sol y la luz y los adoradores de la luna y la oscuridad. Según veía, la juventud del fin del milenio era mayoritariamente nocturna, selenita, eléctrica. Aquellos mozos educados en la navegación por Internet y el culto al ordenador no precisaban de soles para iluminar sus vidas. Les bastaba con el gesto eléctrico de un hilo de cobre para orientarse en sus vidas como si dicho hilo fuese una afinada aguja de navegar. Ellos no sabían de poesías, rimas o métricas, ni falta que les hacía. Serían seguramente fontaneros del espacio. Preferían el DVD al cine, el E-mail a la carta de amor entregada al buzón más cercano, el “chateo” a la tertulia en el café. ¿Tiempos mejores o peores?. Quién sabe. Francisco era un anacronismo en estos tiempos: un catedrático jubilado de Literatura Española; ¿qué es eso y para qué sirve?. Aquellos jóvenes serían eminentes oftalmólogos que curarían con gran eficacia los ojos de sus bellas pacientes, pero a las que nunca dirían:

“Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados
porqué si me miráis, miráis airados”

Francisco había dedicado toda su vida al estudio del uso correcto de la lengua española, a la difusión y comprensión de sus mejores obras, y a estas alturas, cansado y cercano ya a su fin, se encontraba con que sus propios nietos usaban términos como typear, apendear, linkar, plotear... ¿Cómo hacer ver a toda una generación la importancia del uso correcto de su idioma?. ¿Cómo explicarles la belleza y el goce que encierra la lectura del Lazarillo?. Quizás fuera él quien se equivocara, y en un mundo que se mueve a la velocidad del pensamiento no quede tiempo para humanidades, pero lo cierto era que a estas alturas de su vida la lectura de las églogas de Garcilaso resultaban ser mayor bálsamo para su alma que todos los ansiolíticos que le prescribiera el médico. Y es que su alma andaba muy herida de amor y todo su ser se hallaba dirigido por la ausencia de Lola.
Como quiera que fuese, enredado en estos pensamientos provocados por la observación de las pandillas juveniles que pasaban por la calle, Francisco llegó a las escalinatas que accedían a la iglesia de San Isidoro, donde iban a dar comienzo los cultos cuaresmales y el traslado del Señor de las Tres Caídas a su paso.
Entró en la iglesia, que se encontraba ya llena, y halló hueco en un banco trasero, donde siguió con mucho interés el rosario que rezaron los hermanos portando en andas al Nazareno caído en tierra que hacía ya más de tres siglos tallara Francisco Ruiz Gijón. Terminado el rezo del rosario, se dirigieron los porteadores con su Señor al hermoso paso barroco en el que se encontraba ya esperándolo la prodigiosa talla de Simón de Cirene, del mismo autor del Señor.
El humo del incienso, los rezos entonados en voz queda, la tenue iluminación de velas de la iglesia, el olor a cera, incienso y el del azahar que adornaba el palio de la virgen del Loreto, todo ello junto hizo que Francisco se fuera entregando poco a poco a los brazos de Hypnos, el dios griego del sueño. Al principio era sólo una modorra que le hacía dar cabezadas de las que despertaba al poco tiempo, pero éstas se fueron haciendo cada vez más amplias hasta que quedó profundamente dormido.
Francisco soñó con aquella época en la que Lola aparecía en el zaguán de una casa de la calle Cristo del Buen Viaje que tenía a gala hacer la mejor Cruz de Mayo de toda Sevilla. Eran finales de los años cuarenta y, por aquellos entonces, Lola era una mocita preciosa que llegaba con biznagas en el pelo y una falda que revoloteaba con la suave brisa del mayo sevillano. Aquella falda al bies ondulando alrededor de las piernas de aquella niña preciosa enloquecía al buen Francisco, que era un mocito muy afectado, en el buen sentido del término, y bien plantado a la caza de muchachas en flor.
Francisco soñó que bailaba con su Lola en aquel patio floreado y engalanado con cadenetas de colores de papel de celofán, dando vueltas y más vueltas que hacían salir volando a los dos hasta llegar al cielo en el que, sobre nubes rosas y blancas de azúcar de feria, seguían bailando y bailando toda la noche, pero una noche iluminada por un sol radiante que embellecía aún más a su Lola.
Hubiese querido no despertar nunca de aquel sueño. Incluso morir allí, en brazos de ella, pero sintió que le tocaban el hombro. Al principio no quiso atender aquel llamado, pero insistieron y notó una presión más fuerte en su hombro. Miró a Lola y vio como ella se separó de él diciéndole adiós con la mano, alejándose entre las nubes que la iban ocultando como una tenue niebla.
- Ve con ellos. - le dijo Lola al alejarse.
Francisco abrió los ojos. A su lado se encontraban dos jóvenes vestidos a la hebrea. Francisco se sobresaltó.
- No se asuste, buen hombre.- le dijo el más joven – No queremos hacerle ningún daño sino llevarlo ante nuestro padre. Verá como su charla le hace mucho bien.
- ¿Acaso conozco a vuestro padre?.
- Ya verá como sí. Mucho más de lo que pueda pensar.
Francisco se levantó del banco eclesial donde había tenido aquel dulce sueño y acompañó a los extraños jóvenes.

        “Recordar
los dulces sueños del ayer;
recordar
las melodías soñadas”

Como una música que bajase del cielo oyó aquella vieja canción de los cuarenta.
- ¿Quién canta?.
- Seguramente su conciencia.
- ¿Qué quieres decir con éso?.
- Las palabras sólo quieren decir aquello que quiere oír su destinatario. No se asuste, Francisco. Nada de lo que vea u oiga debe asombrarle. Está entrando en el reino de los sueños y todo estará en su justa medida. Mire, aquí está nuestro padre.
Mientras tenía lugar esta pequeña charla habían llegado a los pasillos que conducían a la sacristía de la iglesia, adornados con elementos barrocos por doquier. De pie, frente a unos candelabros salomónicos, se encontraba un hombre de unos cincuenta años, también vestido a la usanza hebrea, que se aplicaba en encender las velas de los mismos.
- Bienvenido seas, Francisco; ven y siéntate. Debo explicarte algo.
- Creo que debería más bien explicar bastantes cosas.
- Bueno, no te impacientes. Primero haré las presentaciones. Estos dos jóvenes que te han traído a mi presencia son mis dos hijos, Alejandro y Rufo, que nacieron en Cirene cuando el Maestro explicaba a los hombres la Palabra del Padre. Ambos fueron discípulos de Pablo, y vinieron con él a estas tierras a predicar las enseñanzas de nuestro Maestro. Incluso pudiera ser que lo hicieran en la misma Sevilla, aunque entonces no se la conociera por este nombre. Al final de la epístola de Pablo a los romanos, se menciona a Rufo y a su madre, como puedes comprobar con su lectura. Supongo que te habrán tratado bien, ya que son buenos cristianos. Y te preguntarás porqué quiero hablar contigo. La verdad es que no soy yo quien quiere hablarte, sino alguien más importante. Yo te conduciré ante Él.
- ¿Y quién eres tú?.
- Mi nombre es Simón, de la localidad galilea de Cirene, y al igual que hace dos mil años ayudé a un hombre a hacerle más soportable el peso que acarreaba, hoy voy a ayudarte a ti a llevar tu carga, tu pesada carga.
- ¿Qué sabes tú de mi carga?.
- Todo, porque me lo ha dicho Aquel que todo lo ve y todo lo sabe. Tu carga es la muerte de Lola, su ausencia. La falta de su olor en la almohada cuando te levantas, el no oír su voz desde el cuarto de baño, el sacar de paseo solo a tus nietos. Todas esas pequeñas cosas que hacen que tu vida sea vacía y sin color. Si falta la risa de ella en casa nunca podrás suplirla con la de tu nieta Julia, por mucho que quieras a esa niña. ¿Tengo o no razón?.
Francisco calló ante las palabras de Simón, ya que había definido a la perfección su callado dolor, aquel que sólo él conocía. Y puede que también Lola, y quizás Dios, aquel Dios en el que creía con esa fe de carbonero que sus padres le inculcaron en los ya tan lejanos años en que jugaba con pantalón corto.
De repente sintió que algo le rondaba, una presencia glacial que le resultaba desagradable y atractiva a la vez, como si llevara tiempo esperándola y temiéndola al mismo tiempo. La presencia de la Parca.
- Así pues, déjame que cargue con tu cruz y sígueme. Vamos a ver a ese Señor cuya visión alegra los corazones de todos aquellos que creen en Él, como tú. ¿Quieres seguirme, Francisco?.
Simón comenzó a andar muy lentamente por el pasillo de la sacristía y salió a la iglesia seguido de Francisco. Sería ya de madrugada y la iglesia estaba iluminada tan sólo por las velas del altar mayor y de las capillas laterales. El Nazareno de Gijón estaba colocado en su paso, caído en tierra, en la que se apoyaba con su brazo derecho mientras que el izquierdo sostenía la pesada cruz a la que iban a clavarle. Situado detrás de Él y mirando a su diestra, el buen Simón de Cirene le sostenía el travesaño vertical que sería enterrado en el Gólgota para levantar la cruz en la que tendría su agonía aquel hombre justo que no había hecho daño a nadie. Francisco se colocó al lado del Cirineo de carne y hueso que rezaba ante su Maestro. No sabía que hacer. Aquello no podía ser real, y sin embargo lo era. Francisco miró a su izquierda, a la capilla que flanquea la puerta de salida a la calle San Isidoro; en ella se encontraba la capilla de Nuestra Señora de Salud, con su pequeño niño en brazos, el Chato de la Costanilla le llamaban, con la expresión beatífica del bebé que ha quedado ahíto después de mamar. Miró al frente y sus ojos se encontraron con los de la Virgen del Loreto, y le pareció que ésta le sonreía. Entonces, la virgen descendió de su palio y se puso a caminar por un campo repleto de laureles, un loreto, como le correspondía a esa bella dolorosa sevillana. Se acercó a Francisco y le hizo entrega de la pequeña réplica en oro del Plus Ultra, el avión en el que Ramón Franco y sus dos compañeros cruzaron el Atlántico, y que siempre la acompaña por ser patrona del arma de Aviación.
- Toma, Francisco. Para que te pasees en él con Lola cuando te la encuentres en el cielo.
Francisco tomó aquel lujoso juguete y lo guardó en un bolsillo de su chaqueta. El loretal se desvaneció tal y como había aparecido, y la virgen volvió a ocupar su lugar debajo del palio.
- Alejandro, Rufo: acercaos.
Los hijos de Simón de Cirene obedecieron rápidamente a su padre.
- Desnudad a Francisco, pero dejadle el regalo que le ha dado nuestra Señora.
Francisco quedó rápidamente desnudo con el pequeño Plus Ultra de oro asido por su mano derecha.
- Desnudos llegamos a este mundo y desnudos lo abandonaremos. El ropaje no es más que un signo de distinción social, un elemento diferenciador. No nos vestimos para abrigarnos, sino para demostrar quienes somos. El rey lleva vestidos regios; el juez, su toga para asustar al reo; viste de soldado el general y con andrajos el pordiosero. Tú debes quedar desnudo para hablar con Él, aunque puedes quedarte con ese juguete que te ha dado María. Ahora debo dejarte, pero volveremos a vernos allí donde el arco iris es circular. Desnudos los dos, desnudos todos, como salimos de nuestras madres. Mis hijos ya han partido allí donde el tiempo fluye en todas direcciones, y será allí donde yo, Simón de Cirene, te quitaré tu cruz y tu carga, y me recitarás algunos de esos versos que tanto amas.
Simón abrazó a Francisco y se marchó. En ese momento sonaron seis campanadas; sordas, cadenciosas. La primera apagó todas las velas de la iglesia. Las dos siguientes fueron iluminando con un tono amarillento pálido el paso del Señor. Con la cuarta, comenzó a sonar un motete. La quinta campanada llegó con una suave brisa y la sexta quedó flotando en el aire, reverberando al mismo tiempo que el oboe, clarinete y la flauta travesera del motete intensificaron su volumen. Después de tres repeticiones del mismo vino un silencio que quedó roto por un Réquiem. Francisco lo reconoció de inmediato. Era el sobrecogedor Réquiem de Ligetti: “Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis”. Las notas de este Réquiem llenaron la iglesia de sonidos fantasmales que sobrecogieron el ánimo de Francisco, sobre todo al llegar el momento en que el coro entona el “Confutatis maledictis, flammis acribus addictis: vera me cum benedictis”.
- Francisco, ha llegado la hora. ¿Estás preparado?.
La música cesó tal como había comenzado. Todo volvió a su ser. Sintió pudor por su desnudez.
- No te preocupes. Sólo precisan ropajes los que deben ocultar algo. Tú debes acudir desnudo al seno del Señor. ¿Sabes quién soy?.
Francisco dio la callada por respuesta. No estaba seguro de acertar. Por un lado, creía estar soñando; por otro, juraría hallarse ante el Señor de las Tres Caídas.
- Soy Aquel a quien te diriges cada vez que vas a ver a tu Lola: el Cristo de las Mieles, del Amor, el Señor de Pasión, o si lo prefieres, Nuestro Padre Jesús de las Tres Caídas. Y vengo a traerte el descanso y a concederte lo que tanto me has pedido. La vuelta co n Lola, con tu Lola, y espero que realmente lo quieras.
- Con toda mi alma, Señor.
- Pues muy bien, así se hará. Siéntate y descansa, que más tarde nos veremos.
Francisco volvió a encontrarse en el interior de la iglesia. Un silencio sepulcral llenaba la misma, pero sonaron de nuevo seis campanadas. La primera volvió a encender las velas, las dos siguientes quitaron la luz amarillenta del paso del Señor; las cuarta y quinta sonaron como si las tocaran ángeles o querubines, tiernas, argentinas, y con la sexta entró en un profundo sueño, un sueño reparador, como si fuese el sueño eterno, el último sueño.
Cuando despertó, Francisco se vio leyendo el ABC en Casa Cobo. Como hacen casi todos los viejos había comenzado su lectura con las esquelas del día. Una de ellas llamó su atención: era la suya.
- ¿Qué, Don Francisco?. ¿Un cafetito antes de partir a verla?.
Francisco alzó los ojos y vio a Juan el camarero como a través de un filtro.
- Abuelito, toma; para que le compres chuches a la abuela.
Francisco tomó el duro que le ofrecía la pequeña Julia, aquel diablillo de ojos azules y pelo rojizo que tanto quería.
- Te quierito mucho, abuelo. Mucho, mucho te quierito.

No me llames Dolores, llámame Lola;
que ese nombre en tus labios
sabe a amapola, sabe a amapola”

Al oír aquella vieja canción se volvió, y en el umbral de un hermoso zaguán sevillano vislumbró la figura de una muchacha con una falda al bies ondulando suavemente con las brisas del mayo. Entonces se atrevió a contestarle:

De noche y día sólo pienso en ti.
Y eres la reina de amor, ay, sí, sí”

La muchacha dio unos pasos hacia él y su rostro quedó iluminado por una luz celestial: Lola, siempre Lola, hermosa como una virgen sevillana y destilando almíbar por todos sus poros al verle.
- ¿Te acuerdas lo bien que cantó la Piquer aquel año, Francisco?. Siéntate, que hoy prepararé yo las tostadas.
El viejo catedrático no lloraba porque no podía él solo con tanta alegría. Su corazón latía fuertemente de amor, sus manos sentían vocación de abrazar a su Lola, sus ojos no podían ver más que a ella y todo su cuerpo sólo ansiaba despilfarrar aquel cariño, aquel amor, aquella entrega a esa mujer. Se sentía poseído por una tremenda locura de amor que hacía dolerle el alma.
- Ven, Francisco. No tengas prisa. Hay tiempo; mucho, mucho tiempo.
Y con estas palabras de Lola, Francisco volvió a dormirse, y volvió a soñar dentro del sueño en el que soñaba que había soñado que dormía y en el que soñaba que dormía.

* * *

El Sábado de Pasión llegaron muy de mañana las limpiadoras y el sacristán a la iglesia. Había que prepararlo todo para el Domingo de Ramos, para la misa en la que los feligreses del barrio recogen su palma bendecida y los sevillanos gustan de admirar los pasos en sus iglesias.
- ¡Anda!. Mira este pobre viejo. Parece que se quedó dormido en los cultos de ayer. Abuelo, despierte, que son las ocho de la mañana.
La limpiadora era una guapa morena de poco más de veinte años que posiblemente ayer fuera con sus amigos a “empezar la noche”, ya que se le notaban señales de cansancio en sus dulces ojos negros.
- Abuelo, venga hombre, que ya es hora de irse a casa.
El sacristán y la otra limpiadora se acercaron a Francisco.
- Buen hombre.- dijo el sacristán tocándole el hombro – Por favor, no haga bromas con estas cosas.
Le puso una mano en el rostro y vio que estaba extraordinariamente frío.
- Este hombre está muerto.
Después de estas palabras se hizo un silencio glacial y, al cabo de un rato, la limpiadora más joven se atrevió a romperlo.
- ¡Que muerte más dulce!. Mirad la sonrisa que hay en su rostro.
En efecto, Francisco sonreía de forma beatífica, y aquella guapa limpiadora le dio un beso en la frente.
* * *
El resto de esta historia es rutina, y no hay que explicarla porque pueden imaginársela a poco que la hayan escuchado con atención. Al igual que en los cuadros barrocos, en los grandiosos y hermosos grecos o zurbaranes del XVII, en ella hubo una línea del cielo y otra de tierra. La primera, la del cielo, es la que nos interesa. Francisco volvió con Lola, con su Lola, allí donde el tiempo y el espacio se confunden en uno; y en una pequeña salita, sin cuadros enmarcados con lazos negros ni atisbos de luto, prepararon ambos los más dulces y exquisitos desayunos que imaginarse puedan: chocolate con picatostes, calentitos de papa rebozados con azúcar, pan frito con vino duro y un café claro con su chorrito de leche y una cucharadita de azúcar, que éso de la sacarina son tontadas de médicos que ya no pintan nada allí donde se encontraban para siempre Francisco con Lola, y Lola con Francisco y, de vez en vez, Lola le decía:
- Paco, ¿porqué no me recitas aquel tan bonito de la cena? Lo de Baltasar de Alcázar
.
Y Francisco, solícito, respondía:

En Jaén, donde resido,
vive Don Lope de Sosa
y diréte, Inés, la cosa
más brava que de él has oído”.



Rafael Navarrete Bohórquez
Cuaresma sevillana de 2000