domingo, 23 de marzo de 2008

"DIOS DE LA CIUDAD; DIOS EN LA CIUDAD"

“Parece complicado que estas instituciones
forjadas en la Contrarreforma,
empapadas de la cultura humanística
del Renacimiento y el Barroco español del Siglo de Oro,
perfiladas en la gracia romántica del XIX
y acabadas de cincelar en el esplendor regionalista de los años veinte,
tras superar el nacional catolicismo,
sean capaces de sortear los aspectos negativos del presente,
asimilar los positivos,
y hacerlo sin perder sus señas de identidad espirituales y estéticas,
pero al mismo tiempo sin convertirse en fundamentalistas o museísticas.”

“Esa fuerza –Israel, Grecia, Sevilla- es la que ha hecho posible
esa delicada conjunción entre el Arca de la Alianza y el Partenón
que es el paso de palio; lo más rico en símbolos y materiales,
pero también lo más equilibrado y lo más perfecto.”


Carlos Colón
“Dios de la Ciudad. (Ensayos sobre la Semana Santa de Sevilla”



Escribo en la mañana del Sábado Santo; en ese triste día que anuncia ya el final de todo. “Consumatum est”, dijo el Cristo en la Cruz, y ésa, que no otra, es la oración queda y triste del capillita sevillano que ve cómo, con Servitas, Trinidad, Santo Entierro y Soledad, van a cerrarse las puertas de la Casa Grande, del Templo de Salomón hasta el próximo año en el que, Deo volente, estaremos de nuevo a los pies de la ermita de San Sebastián para ver cómo vuelven a abrirse.

La dolorida tarde del Viernes Santo se ha cerrado ya. Carretería, Soledad, Cachorro, O, San Isidoro, Montserrat y Mortaja forman, casi, el día más cronológico de toda la Gran Semana de Sevilla: Comienza con el Calvario romántico de terciopelos azules con lirios y cardos en su monte; nos llega luego la panadera franciscana, y empieza el magno desfile: I can’t stop the show, nos diría el Sargento Peppers al mando de su banda de Corazones Solitarios tocando tras las bambalinas aterciopeladas y azules de Nuestra Señora del Mayor Dolor en su Soledad. ¿Os habéis fijado que la dulce muñequita de Varflora es el “Blue Velvet” sevillano?. Sus bambalinas, al chocar con los varales, marcan el compás a la banda beatliana que la acompaña, y John, desde una nube que se asoma al Arenal dice solamente: “Yes, it is”. Sevilla pone, cómo no, la gracia y el arte, y el olor de su azahar, y la belleza enmantillada de sus mujeres. Y el albero de la Maestranza huele ya a la sangre de toro que se derramará sobre él el mismo día en que el Cristo que hoy agoniza al cruzar el puente resucitará, madrugada temprana del domingo, por San Luis, antiguo Decumano Máximo de la ciudad.
Sevilla se muestra como lo que es: romana, renacentista, barroca, romántica y regionalista. Cristiana por sus cuatro costadas y ciudad mariana por la Gracia de Dios.
Vendrá luego una Soledad astorgana oliendo todavía sus manos a la masa con la que acaba de elaborar los bollos y vienas que alimentarán a sus hijos en la mañana del Sábado. Y llega Cachorro gitano, como Camarón de esa isla que casi, casi que es Triana, gritando “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, y sólo el Patrocinio de su Madre le hará revivir, con pesada cruz de carey a cuestas, al cruzar otro puente para llegar a esa Campana que sonará por Él. Detrás de ese jorobadito nazareno viene, of course, su Madre, con el más hermoso nombre de esperanza que pueda llevar mujer alguna: O, pudiera ser que la más guapa Dolorosa que pasee por Sevilla; pudiera ser. Y ese nazareno de la calle Castilla no puede más con su alma y cae a tierra en Luchana, aunque el más hermoso Simón que haya salido nunca de gubia humana le ayude en su carga. Loreto no puede más y llora tras Él. Sube a la cruz con otros dos hombres, de los cuales uno le increpa y otro le pide ayuda. La linda catalanita va - ¿podría ser de otra manera? - detrás de su Hijo y llora bajo su pesado palio de plata. Llegamos ya al final. Dieciocho ciriales, tantos como personas acudieron a su entierro, preceden el triste calvario en el que se ha depositado el cuerpo exánime de Jesús en el regazo de su madre, el mismo del que saliera aquella noche buena en Belén. María Santísima de la Piedad llora su muerte mientras José de Arimatea porta en su mano derecha el frasco con los ungüentos que amortajarán al más buen hombre que haya dado nunca la Humanidad.

Y nos vamos a dormir con cinco palios dibujados en las retinas: Mayor Dolor, Patrocinio, O, Loreto y Montserrat. Quedémosnos con los dos trianeros. Patrocinio es un puro encaje oriental; O un rubí burdeo. Patrocinio es el recuerdo, el sueño, la evocación de aquella que se quemó; O, la obra maestra de Castillo Lastrucci (¿O lo es Dulce Nombre? ¿O quizás Hiniesta?). Triana ordena, templa y manda como nos enseñó uno de sus más grandes hijos, don Juan Belmonte, aquel genio de la calle Feria que reviró a Triana para torear desnudo bajo la mentirosa luna en Tablada.

¡Cuánto toreo hay en la gran Semana Santa!. Alamares, bordados, sedas, oros y platas, joyas que refulgen al sol y el manto y el palio de las Vírgenes sevillanas. Se me hace a mí que el paso de palio, o mejor dicho, las bambalinas y el techo que conforman el palio, los doce varales que son como banderillas clavadas en la canastilla, y los enormes mantos que arropan las Dolorosas, vienen directamente del traje de luces de Joselito y de Juan, del de Costillares, el de Curro; de esas maravillas que vestían los hermanos Vázquez para su Señor de la Salud y su Virgen del Refugio, de los de Puerta y Camino cuando le rezaban a su Caridad del Guadalquivir en la cuevita del Baratillo…
¡Y qué decir del Baratillo!. Si será torera esa Hermandad que forma sus tramos de nazarenos en el albero de la Maestranza cada Miércoles Santo. Y la Esperanza Trianera, que saluda todos los años a su hermana pequeña cuando, ya de recogida y volviendo al barrio, se para ante Ella y, sacando fuerzas de donde ya no tiene, se mece y se arrima y se aleja, y vuelve a arrimarse como diciéndole: “Vente conmigo a Triana para que por Pureza y Santa Ana nos griten guapas, guapas, guapas”, y en ese vaivén marinero de Triana en el Arenal la dulce mañana del Viernes Santo vemos la marea del mar en Sanlúcar de Barrameda y llena de olor a manzanilla los inciensarios que la perfuman.
Pero Caridad no quiere, no puede salir, porque llega ya la Feria y sabe que los toreros vendrán a rezarla para pedirle que los proteja con su manto de las cornás que dan los toros.

Paso de palio sevillano. Obra humana perfecta concebida y creada para llevar a la Madre de Dios. Partenón ateniense, hexaedro euclídeo, altar ambulante, treinta y seis costales debajo de ella para llevarla al cielo. De alguna manera, yo también la llevo a Ella todos los días del año en mi particular costal, y la miro y la rezo, y le hablo como sólo se le habla a Ella, porque el rezo a Dios es charla entre hombres, pero cuando uno habla, o reza, con Ella es confesión queda a mujer, y se aprovecha la soledad y la quietud del templo para que las lágrimas acudan a los ojos y, sin que nadie te vea, puedas desahogar la pena negra que llevas dentro del alma.

Es muy difícil pronunciar un discurso cuando se tiene a la madre, o al padre, o a un hijo postrados en el lecho, pero la vida lo obliga a uno a salir al ruedo a torear, o a seguir dándole patadas al balón, o a lo más hermoso de todo: a esos escasos días en los que la vida, mujer también, te besa las mejillas, te agarra de la mano y te saca a escena a saludar y a recoger las flores que te ofrecen junto con ella. En esos maravillosos días las lágrimas se frenan, te secas los ojos, carraspeas la garganta y le rezas una oración a ese hombre que, bello niño de la Puerta Osario tú, con apenas un sacramento en tu almario y vestidito de blanco y perfumadito y repeinadito por tu santa madre Esperanza, abrigaba tu manita de chiquillo en su recia mano de padre y uno, niño al fin, le preguntaba: ¿Dónde vamos, papá?, y él, dulce mañana de Jueves Santo, siempre daba la misma respuesta: ¡A besarle la mano ar Manué!.

Algunas veces pensamos que esas inquietudes sevillanistas no sean sino un aberración; se nos ocurre imaginar que acaso todas esas perplejidades, toda esta complejidad, no sean realmente más que una sensación primitiva, bárbaramente subjetivada, que se repite de modo invariable ante el espectáculo de lo que nos es familiar. Tal vez el alma de Sevilla esté solamente en una aberración espiritualista de los sevillanos, pero si esta aberración fuese general, si hubiese sido infundida en nosotros , y nosotros pudiéramos infundirla a nuestra vez, alma de Sevilla sería ella.

Las palabras en cursiva no son mías - ¡Ya me gustaría! - sino de Manuel Chaves Nogales, de su libro “La Ciudad”. Pero reflejan a la perfección lo que llevo intentando gritar a los cuatro puntos cardinales desde que empecé a escribir, o desde que me dieron la Primera Comunión, o pudiera ser que desde que me trajo mi madre a este mundo. Se escribe por muchas razones, o por un destino aciago, o porque no puedes controlar el discurso interior que dentro de tu mente nunca, jamás se para. Se escribe por motivos estéticos, políticos, comunicativos, por un deseo absurdo de alcanzar la inmortalidad o, al menos, de dejar un rastro detrás de tí, aunque sea tan tenue como el de los palimpsestos medievales. Se escribe por orgullo, por razones de casta. Se escribe por un deseo agónico de que todos los chiquillos sean tuyos y que cada hembra sea tu mujer. Se escribe por ganas, o por hastío, o puede que por pereza de no hacer lo que se debe de hacer. Se escribe con el hígado, con las arterias, mojando el cálamo en tu sangre para enmendarle la plana al pelícano del Amor. Se escribe con la polla, con tus huevos, con todas tus vísceras. Veces hay en que exprimes tus cápsulas suprarrenales para encontrar material, como el yonqui del Políngano que mendiga heroína por la Avenida de la Soleá. Y entonces se te abre el cielo y aparecen las ocho jornadas mágicas. Y es ahí cuando comprendes el porqué, la última razón de tu fe en Dios, porque no tienes más cojones que creer en Dios, y es que la fe no es cuestión de Gracia Divina, sino de huevos. Es como la fe del carbonero pero con dos cojones.
Uno cree en Dios porque le sale de la punta er nabo.

Amén.

Rafael Navarrete Bohórquez
Sábado Santo de 2008

jueves, 20 de marzo de 2008

"PASIÓN, MUERTE Y OLOR A HEMBRITA EN LA SEMANA SANTA DE SEVILLA"

“La fiesta es ocasión de constitución
de una experiencia de lo humano
que el poder coercitivo del trabajo
como mera producción rutinaria
y alienada no deberá nunca
reducir a lo marginal”

Carlos Colón
“Dios de la ciudad”


Teníamos trece años; éramos medio bachilleres y sabíamos, porque nos lo habían enseñado nuestras madres de pequeños, que el que no estrenara el Domingo de Ramos a lo largo del año perdería las manos. Y sabíamos manejar el programa, y buscar al Pilatos o al inmenso barco de los Panaderos por Chapineros o el Villasís, aunque no desdeñábamos la luz amarillenta de cirios que Candelaria daba a la noche de los Jardines de Murillo en el Martes Santo, eclipsando el azul de la luna, con su hermosa candelería o la pena inmensa, hermosísima, de Amargura al pasar por las Hermanitas de Sor Ángela después de haber revirado desde Alcázares.
Trece años, y olor a cera, incienso, azahar y a vino y miel con canela de las torrijas cuaresmales, y a bocadillo de calamares de aquel bar de la pecaminosa calle de Rivero (donde compraríamos pocos años más tarde preservativos superfluos en una tienda oscura que se anunciaba como Higiene) configuraban una atmósfera de primavera de Sevilla, de Semana Santa, de ocho jornadas mágicas que iban de la Misa del Olivo a la de la Vigilia Pascual, en San Pedro o Santa Catalina o en esa inmensa mole que grita al cielo y a la que llamamos, con respeto, el Salvador. Y olor a hembrita añorada, a niña perfumada de las Irlandesas, a pechos pequeños que soñábamos que querían escapar del sujetadorcito de encajes blancos a nuestras manos ansiosas, de niña hermosa que sólo mira a quien le place, pues que quieren que les diga, aquel olor nos faltaba y las aletas de la nariz se nos abrían como a jauría en celo cuando en alguna bulla de Chapineros se nos ponían al lado con sus faldas estrenadas el Domingo, y ahí era donde sacábamos nuestras plumas de pavitos reales que de poco nos servían.
- Ya verás el año que viene, que con catorce años se liga un taco.
Y con estas palabras nos conformábamos, no teníamos más remedio que conformarnos, pero que ni con quince, ni con dieciséis, ni con diecisiete; aquella maldita España te negaba el roce y hasta el apretón suave. Y Juan, Ignacio, Ernesto, Juan Carlos y yo mismo éramos palomos que querían volar y aún no sabíamos. Y olor a hembrita, a niña hermosa que sólo mira a quien le place, nos era negado. Y las Esclavas de María, y las Concepcionistas y Salesianas, y las niñas del Murillo y del Velázquez se reían ante nuestras narices al ver nuestros deseos por ellas. Y tú, pobre niño de trece, veías lo guapísimas que eran Santa Marta, y Dulce Nombre, y la O, y Presentación, y Macarena que era ya el delirio, y olor a hembra te venía y les rezabas quedo:
“Virgen bonita, una niña por Dios. Que yo sólo quiero llevarla de la mano para enseñarle lo guapísima que eres”.
¡Santa inocencia de trece años!


“Resuenan cerca, lejos,
Clarines masculinos.
Aquí, allí la flauta
Y oboe femeninos”

Así escribía Luis Cernuda en su “Luna llena en Semana Santa”; uno de los últimos poemas de su último libro, “Desolación de la Quimera”, escrito en la lejanísima Norteamérica, soñando con la luna de Parasceve que en aquel momento lucía sobre nuestras cabezas. Y otra vez niña soñada, hermosa, inventada, engendrada y no creada, de la misma naturaleza del Padre que, hoy por hoy, eran sólo 13, aquel Padre omnipotente nos negaba. Y la flauta y el oboe sonaban a hembra, argentíferos, insinuantes, y los Ángeles pasando delante de ti, y Patrocinio y Esperanza Trinitaria con caras modeladas para ser acariciadas dulcemente y besadas en sus labios de hermosísima mujer andaluza. Y el “Et in Arcadia ego”, con el que acababa Cernuda su poema, era también nuestro rezo y nuestro deseo.

Y luego venían aquellos viejos con aquellas mujeres de bandera, que eran ni más ni menos que el pecado vestido de mujer. Aquellas hermosas mujeres que el Jueves y Viernes Santos se vestían de mantilla, con formas sinuosas, voluptuosísimas, para agradar a Dios en los cielos llevando luto por la muerte de su Hijo y aquí en la tierra para distraernos con sus formas de hembra. ¡Y que mujeres, Dios mío!. Morenas de verde luna con hechuras de diosas. Y claro, veíamos los viejos de traje y corbata con ellas y los imaginábamos como al malvado don Guido que retratara Machado.

“Gran pagano,
se hizo hermano
de una santa cofradía;
el Jueves Santo salía
llevando un cirio en la mano
- ¡aquel trueno! –
vestido de nazareno”

Y aquellas señoras con peinetas de nácar o carey y velo de encaje de riguroso negro sí que olían bien a hembra, a sueño, y a miel con canela de torrija cuaresmal, y a jabón caro de olor, y a Mirurgia y Lavanda Inglesa de Gal, y a beso de pecado mortal, con fuerza, apretándote los pechos hasta sacarte el alma. Claro que con trece estaban fuera de nuestro alcance, pero cómo no desearlas a ellas y odiar a los donguidos que las acompañaban. Porque éramos pequeños pero no tontos, y sabíamos que todavía no había llegado nuestra hora, como le ocurría a Nuestro Señor en Caná, cuando lo de aquel casamiento.

Y burla burlando, y como Dios nos daba a entender, llegábamos al triste momento en que se cierran, ya en la madrugada del Domingo de Resurrección, las puertas de la Iglesia de la Trinidad tras el palio de María Santísima de la Esperanza, que yo creo que cuando la acabó de tallar Juan de Astorga allá por el 1820, cayó a sus pies sin habla de lo guapísima que le había salido, y con esas puertas cerrándose se nos venía a la mente el último plano de “Centauros del desierto” de John Ford, y el bueno de Ethan Hawke que interpretaba como Dios aquel John Wayne que sabía hacer como nadie de duro justiciero.
Aquel cierre lento de puertas significaba el final de la fiesta, de la aventura, y la vuelta a la normalidad. Y sabíamos que el lunes habría otra vez colegio, y que dos semanas después vendría la ciudad de la fiesta, esa que mi ciudad montaba en el Prado de San Sebastián para bailar sevillanas sobre los muertos de la peste de 1600 o por ahí, e iríamos a las casetas a tomar algo de fino, y a la Calle del Infierno a montarnos en la noria y en el látigo, y seguro que ninguna chiquilla, hermosa como una flor, nos acompañaría, que sólo teníamos trece, y perseguiríamos olores de hembra del Arco al Circo Americano y de Plaza España al Caballo, porque aún no era llegada nuestra hora, que sólo teníamos trece.
Pero yo, verdad sea dicha, era algo orgulloso y un poquito soberbio, y mayormente por venganza, soñaba con que una hermosa niña de esas que huelen a hembrita que prometen goces y parabienes de todo tipo, se hubiera acercado algún día a mí para decirme: “¿Te gustaría salir conmigo?”. Y yo, fantaseando para mis adentros y para vengarme en ella de todas las que me habían rechazado de Plaza del Duque a la de la Virgen de los Reyes y de Chapineros a la Alfalfa, le hubiera respondido con las mismas palabras del Evangelio de San Juan cuando relata las bodas de Caná; aquellas que dijera Jesús a su Santísima Madre al pedirle ésta que echara una mano a aquellos amigos que se habían quedado sin vino para el convite: “¿Qué tienes conmigo, mujer?. Aún no venido mi hora”. Y la hubiera dejado con un palmo de narices. Claro que luego me hubiese abofeteado hasta la extenuación y dado de cabezazos en la pared, pero es que ¿recuerdan ustedes lo que era esperar trece años a que una dulce hembrita te diera un beso y promesas de algo más?.
Y claro, como no había hembritas, en aquella España nacionalcatólica nos daba fuertemente por la vena mística. “No me mueve mi Dios para quererte/ el cielo que me tienes prometido...”, y allí estábamos, de Misa del Olivo a Vigilia Pascual, para recordar la Pasión de Nuestro Señor en todo su Grandísimo Poder de Dios hecho hombre.
Y creíamos, ¡Vaya si creíamos!. Porque allí no había tu tía: o creías en Él o te condenabas al fuego eterno. Aunque yo, que era algo rarillo con 13, daba en pensar que aquel Tipo tenía algo. Vestido con una humilde túnica de nazareno cargaba con una pesada cruz de madera en la que iban a matarlo, avanzaba su pierna izquierda y comenzaba su cansino andar. Y yo intuía que aquel Tipo era más de los braceros que del dueño de los cortijos, de los obreros de la Hispano Aviación que de los gerifaltes del Ministerio del Aire, de la gente humilde de San Bernardo o el Tiro de Línea que del fantoche de El Pardo. Aquel Tipo tenía algo, y me caía bien.
Años más tarde supe que las primeras iglesias que habían ardido en Sevilla en los duros años de la República fueron la Capillita de San José en la calle Jovellanos y la iglesia del Buen Suceso, cercana a San Pedro, asaltadas por unos cincuenta energúmenos, algunos de ellos muy bien vestidos. ¿Porqué no se asaltó ninguna iglesia con hermandades de Semana Santa, con todas las que había? ¿Y porqué iban bien vestidos algunos asaltantes del Buen Suceso?. Y llega el 32 y sale la Estrella en la tarde del Jueves Santo, y cerca del café Kursaal, en calle Sierpes, un criminal arrojó una enorme piedra a Nuestro Padre Jesús de las Penas, siendo detenido por un guardia y un soldado para que no lo linchara la multitud, que tuvo que ser contenida por Guardias de Asalto a caballo y Guardias Civiles. Poco más tarde, en la Catedral, otro loco efectuó tres disparos contra la Virgen de la Estrella, siendo detenido por la gente en la calle San Gregorio a pesar de que disparó varias veces contra los que le perseguían. También aquí los guardias lo salvaron del linchamiento, y aquellas gentes de Sierpes y la Catedral no eran otros que obreros de Triana, de Puerta Osario, de la Sevilla republicana que querían para su tierra democracia con la Estrella en la calle. El mismo tipo de gente humilde, llámense Pedro, Santiago o Juan,, que seguían a aquel Tipo por Galilea, a Francisco en Asís, a Teresa por Ávila o a la buena de la madre Angelita por la Encarnación. Buena gente que camina y que si hay vino beben vino, y si no hay vino, agua fresca.
Y claro, yo pensaba en todas esas cosas y entre ésto y que las hembritas no se dejaban hacer pues acabé rojo escarlata, rojo pasión, como cirio de Hermandad Sacramental, como palio del Refugio, como saya de Gitana. Y aquel Tipo venía por Alemanes clavado en la Cruz, muerto por mí y por todos, por haber sido Justo y por Amor de Gran Poder que acepta su Pasión y su Expiración para hacer una Exaltación de la Vera-Cruz, sin Penas ni Tristezas, y deseando siempre que en esta Santísima Semana no tengamos más aguas que las que salen el Lunes Santo de la capilla del Rosario, la que tiene al lado a esa extraña y hermosa cacerola que es nuestro gran Teatro de la Maestranza. Y luego veíamos aquella Estrella Sublime con tantísima Amargura, con su Mayor Dolor por haber sido la que diera Concepción, Patrocinio y Presentación al Hijo del Hombre para que muriera y sufriera en la Cruz. Y yo pensaba que todas eran Macarenas de Triana, y les pedía Merced, Amparo y que no me dejasen nunca en Soledad. Y acabé rojo, lógicamente; porque el mensaje era claro: ama tu Dios sobre todas las cosas y a tu hermano como a ti mismo, y aquella máxima evangélica conducía, desde mis trece y por tortuoso camino, a la ideología de izquierda.
¡Hombre! Si hubiese encontrado una niña en aquellos tiernos años pudiera ser que no me hubiese entrado la vena mística y, quizás, mi vida podría haber cambiado. A lo mejor hasta le hubiese escrito un poema. ¡Pero la verdad es que, a veces, te encuentras cada poema! Miren éste:

“De quince a veinte es niña; buena moza
de veinte a veinticinco, y por la cuenta
gentil mujer de veinticinco a treinta,
¡dichoso aquel que en tal edad la goza!
De treinta a treinta y cinco no alboroza
más se puede comer con salpimienta,
pero de treinta y cinco hasta cuarenta,
anda en víspera ya de una coroza
[1].
A los cuarenta y cinco es bachillera
gansea, pide y juega del vocablo;
cumplidos los cincuenta da en santera;
a los cincuenta y cinco hecha retablo,
niña, moza, mujer vieja, hechicera,
bruja y santera, se la lleva el diablo”

Poesía barroca anónima que define a la mujer, a la niña, a la moza como fuente de placer y pecado; como dulce y salado demonio de perdición. Un poquito exagerada a estas alturas del XXI, en que la mujer desfila con la Compañía de Honores del Ejército tras el paso de Duelo del Santo Entierro portando un fusil de asalto G-36E de 5,56 mm, con un hermoso rostro bajo la boina y la escarapela militar, y seguramente que con un gran cuerpo bajo su uniforme. O en que abandonando la que ya empieza a ser vieja estampa del nazareno y su hijo, la ves ahora, doce de la noche en la Avenida de María Auxiliadora tras haber entrado el Sagrado Decreto, como hermosa nazarena con su pequeña hija, felices y contentas las dos por haber cumplido con el largo recorrido y vencido a la amenazante lluvia.
Y es que, verdad sea dicha, no hago otra cosa que pensar en ellas, y por halagarlas y para que se sepa, escribo cosas como ésta, que añoran a hembras, a niñas, a mozas, a mujeres. Y si me apuran hasta a viejas, como la que fríe huevos en el cuadro de Velázquez, hermosa ella, que ganas te dan de llamarla abuela.
Y es que la mujer, como la Semana Santa, es un enigma, y siempre es una fiesta el descifrarla. Y cuando Gran Poder quiere que llegue una y te permita abrazarla, pues torna en día de fiesta lo que jornada de trabajo era.

Yo, saben ustedes, tengo una Esperanza, una sola, que conseguí quizás por gracia de algún dios de las Alturas muchos años después de aquellos trece, y con la que empecé un ya lejanísimo Lunes Santo viendo entrar las Aguas en Santa Catalina, Rocío en la parroquia de la calle Santiago y el Museo, motete barroco incluido, en esa capilla que colocó mi ciudad junto a ese museo en el que guarda labios sensuales de Inmaculadas de Murillo y monjes cartujos de Santa María de las Cuevas que pintara Zurbarán para asombro de todos.
Y aquello no olía, que todo el aire se perfumaba de esencia de hembra, de ojos verdes como manto, saya y palio de Esperanza. Y San Roque, Trinitaria, O y una vez más, Macarena de Triana bajaron del cielo en ella para darme la mejor Semana Santa que vieron los siglos.
Esperanza, virtud teologal por la que esperamos que se haga posible lo que deseamos. ¿Y no es éso nuestra Semana Santa? ¿No concebimos así la Semana Santa que sale a las calles de la Ciudad de la Gracia?.

“Divagando por la ciudad de la gracia”, hermoso libro escrito por José María Izquierdo en 1914 bajo el feliz pseudónimo de Jacinto Ilusión, definiendo como gracia al don sobrenatural sobre la contemplación errática de emociones y sutilezas del alma. Y en este hermosísimo libro hay dos apartados sobre nuestra Semana Santa. El primero de ellos es “Luna de Parasceve”, memento y miserere de nuestra Semana de Gloria, y el otro obedece al título de “Reliquias de la Semana Santa”. En este grueso libro sobre Sevilla y la Gracia, dedica tan sólo estas escasas páginas a nuestra gran fiesta. Pero léanlas y comprobarán de primera mano como entra de lleno en el meollo de nuestra gran fiesta. O mejor aún; lean el libro completo, aunque advierto que no es de fácil lectura, y díganme luego si no es cierto que esta ciudad de la Gracia no tiene algo especial.
José María Izquierdo es el único de sus paisanos sobre el que escribe el gran Cernuda en su maravilloso opúsculo “Ocnos”, escrito desde la tristeza de la lejanía forzosa, de la pena del vencido en una guerra, en cualquier guerra. Y es lógico que así lo haga, porque en su libro escribe Izquierdo cosas como éstas: “Toda ciudad... debe tener una altura para mirar al cielo y a la tierra desde las cumbres, y verse en su unidad, y sentirse aérea, y rezar; un espejo... para mirarse a sí, fuera de sí, en una apariencia fugaz y profunda, y verse diversa, y sentirse fluida, y reflexionar; y un quid divinum, un no sé qué que sea como la flor de su vida y le haga ser lo que es, y saberse cómo es... Y Sevilla tiene la Giralda, el Guadalquivir y la Gracia...”.
José María Izquierdo y Martínez no escribe; habla quedamente al alma. Pudiera ser que intuyera su temprana muerte a los treinta y cinco años y que quisiera apurar su vida de poeta con palabras como éstas: “... Todo el cielo se ha hecho luna. El cielo se ha teñido de plata... Y la plata del cielo se ha tornado violeta... Ha salido el sol. El triste sol del Viernes Santo, que tornóse cárdeno cuando murió Jesús...”
O bien: “Un rayo de luna nimba el paso del Señor y riela en las lágrimas de su Madre”. Y abunda más: “Cuatro noches hay en el año... La noche estival, noche del Precursor, noche de las fogatas pueblerinas, la alegre noche de San Juan. La noche otoñal, noche de la Muerte, noche de los fuegos fatuos, noche de Difuntos. La noche invernal, noche del Nacimiento, noche de la estrella guiadora, la Noche Buena del Niño de Dios. Y la noche primaveral, noche eucarística, noche de oración y pasión, noche de luna pascual, noche Santa del Hijo de Dios”.
Se transforma en fiesta el trabajo, en gozo la sombra, en sueño el sopor. Y la luz de la luna de Parasceve riela en las lágrimas de las Dolorosas que no quieren verla y se esconden bajo sus palios a no recordar la muerte de su Hijo. Y Amargura, Mayor Dolor y Tristezas se vuelven Refugio, Amparo y Estrella. Y a la Giralda, como titán de piedra, ganas le entran de echar a andar porque no puede ya esperar para verlas. Y aunque nadie conozca a nadie todos se conocen y Sevilla se transforma en un gran pueblo donde las gentes del barrio se sientan para charlar con el vecino.

Y toda Sevilla huele a hembra, huele como una mujer perfumadita de brea que venga de Sanlúcar o El Puerto a enamorar al barrio, a gustar a sus vecinos, a encandilar a su hombre. Olor sano de hembra, olor a jara y tomillo, olor de incienso y rocío de la mañana, olor de mujer hermosa, olor de hierba recién cortada, olor...
Y suena lejos el clarín y cerca la flauta femenina, y se aleja cansino Jesús y aparece con manto María protegida por un palio.

Y uno, altura cansina ya de cincuenta, recuerda sus dulces trece, y hermosea, transforma, intenta dar alturas de óleo a lo que era simple acuarela, y sabe que confunde todo, porque trabaja con esos mismos materiales etéreos con los que construimos los sueños. Pero es que -así es la memoria que nos da cuerpo- tiene metido hasta el tuétano aquel olor, aquel perfume a hembrita buscada, soñada, idealizada que, al igual que guinda en tarta, daba dulzura, color, belleza y más sentido si cabe, a esa Pasión y Muerte de Nuestro Señor que la Ciudad de la Gracia tiene a bien montar, a modo de ópera para todos los sentidos, en esa Semana Mágica en la que Sevilla se transforma en Jerusalén Celestial.

Rafael Navarrete Bohórquez
Cálida tarde del primer sábado de junio de 2003

[1] Caperuza de color morado que suelen llevar los condenados por la justicia.

TONTOS DEL ALBERO

La Feria de Abril sevillana lleva consigo, como toda manifestación popular, una fauna variopinta que es consustancial a la misma. Gente de todo tipo, procedencia, oficio o condición acuden al Real durante los días que dura la misma para divertirse, pasear, ver, ser vistos, bailar, beber, trabajar, negociar... en fin, que dadas tan diversas actitudes ante la Feria no cabe la menor duda de que en las casetas y en las calles del Real nos encontraremos con gentes muy diversas que darán su pincelada de color a la fiesta.

Pero los que más nos interesan son los tontos del albero. Denominamos así aquellos integrantes de la Feria que, por una razón u otra, son dignos representantes de la estulticia humana.

Clasificar a los tontos del albero es tarea más propia del entomólogo que del escritor, así que nos limitaremos a desarrollar una serie de elementos definitorios básicamente descriptivos dejando la labor clasificadora para mentes más lúcidas que la mía.

* * *

En primer lugar hay que hablar de los tontos nostálgicos. Éstos se subdividen en dos, a saber, el tonto de la Semana Santa y el tonto del Prado.

El tonto de la Semana Santa es aquel que, estando con un grupo de amigos en la barra de la caseta tomando una botella fresca de manzanilla y una ración de gambas, se lleva toda la tarde comentando lo bien que salió este año el palio de San Esteban o como se lució el barco de los Panaderos al entrar en la Campana. Suele vestir con pantalón gris y chaqueta azul oscuro, con camisa blanca y corbata de colores discretos en la que luce el pisacorbatas de oro de su hermandad, que suele ser, cómo no, de capa. También se distingue porque el día que le toca guardia en la caseta se lleva (o lo intenta, al menos) toda la noche poniendo en el aparato de música las cintas de la banda de música del Maestro Tejera o de Soria 9 con las conocidas marchas de Font de Anta, López Farfán o Gómez Zarzuela que tan bien suenan debajo de las lonas veriblancas de Bombita, 49. Ese día es cuando el resto de los socios de la caseta deciden expulsar de la misma al tonto de la Semana Santa.

El otro tipo de tonto nostálgico no es tan peligroso, aunque no por ello, menos molesto. Se trata del tonto’l Prado, y suele ser un varón de cuarenta y cinco a cincuenta y tantos años de edad que ya en la noche del pescaíto recuerda a todos sus vecinos de mesa lo bonita que era la Feria en el Prado y qué cómo se va a comparar con la de los Remedios. Durante toda la semana de festejos repite por activa y por pasiva esta cantinela a todo aquel que se le ponga por delante, por lo cual, este especímen suele encontrarse a partir de la noche del miércoles más solo que la una en la parte más apartada de la caseta. Se le suele indultar la noche de los fuegos porque el fragor de las explosiones hace que él mismo, prudentemente, se calle, pero todos los que han convivido con él esa Feria se han quedado con su cara e, incluso, algunos le han recordado varias veces que saben donde vive.



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Pasemos a otros tipos singulares de nuestra simpar Feria de Abril, y hagámoslo con un tipo de tonto que, desgraciadamente, está abundando cada vez más debido, posiblemente, a que Sevilla se convirtió en los 80 en una ciudad de aluvión que recibió de fuera a toda una turba de individuos que procedentes de Madrid, Barcelona o Zaragoza, acudieron aquí a ocupar puestos directivos en la Junta de Andalucía o en importantes empresas que demandaban ejecutivos con titulación y experiencia. Hay que aclarar que un sevillano de pura cepa, de la Puerta Osario, la Resolana o la Calzada, jamás caerá en este tipo de tontura, ya que se lo impiden 150 años de tradición no escrita que aprendió de su señor padre. Estamos hablando del tonto olvidadizo, es decir, aquel que en el trabajo o en tu barrio se lleva todo el tiempo comprendido entre el Lunes de Pascua y la noche del pescaíto diciéndote: “A ver si te pasas por mi caseta”, sin recordar que en la Feria de Sevilla hay censadas más de mil casetas y que como no te dé la calle y el número es punto menos que imposible dar con una en concreto. Estos feriantes de poco estilo suelen ser también varones, procedentes de Castilla-León, Aragón o Castilla-La Mancha, de alrededor de treinta y cinco años, con alto poder adquisitivo y casados con hijos. Suelen trabajar de jerifaltes en la Junta, el S.A.S. o en la Administración de Justicia y tener más salero que un arenque tocado con un sombrero cordobés y, por supuesto, saben de la Feria más que tú, a quien tu madre te llevaba ya en el carrito a pasearte por ella después de perfumarse con Embrujo de Sevilla, ya que se empeñan en explicarte lo de Bonaplata e Ybarra cada vez que, en el trabajo o en el barrio, te decían éso de: “Hombre, este año tienes que venir a mi caseta”, olvidando que la Humanidad inventó la escritura allá por el Neolítico para que en el mes de abril los sevillanos apuntáramos la calle y el número de la caseta a aquellos que realmente queríamos que vinieran a visitarnos a la misma.
Hay que señalar que algunos autores denominan a este tipo de tonto el tonto hijoputa, pero es denominación muy discutida, sobre todo porque no es categórica ya que ¡hijoputas hay tantos!, y además parece exagerada para tan poca falta.


Hora es ya de mencionar al tonto mariquita. El tonto mariquita es también varón, cuarentón, casado y padre de varios hijos, y tiene una vena como el bajante de la Catedral que lleva oculta desde que nació y que tan sólo se permite mostrar en la Feria de Abril y en los recitales de Raphael en el teatro Imperial.
En la Feria es muy amante de la caseta rebosante de gente, sobre todo en la zona del bar, donde se apoya en la barra nada más llegar, de espaldas y cercano a los servicios de hombres, ofreciendo su trasero a todo aquel que se acerca a descargar la vegija, con lo cual va recibiendo, de vez en vez, algún que otro refregón que le llena de placer.
También es muy dado a sentarse en la puerta de la caseta a comentar con algún grupo de mujeres las novedades sobre los volantes de este año o lo bien que quedan los estampados en los trajes de flamenca.
Conviene no olvidar que es muy importante contar con uno de estos especímenes en la caseta, ya que decora como Dios manda, con mantones y abanicos la parte noble de la caseta, y además suelen bailar sevillanas (muy bien, moviendo las manos como los hombres de verdad no sabemos) con las mujeres mientras uno está tranquilamente en la barra bebiendo con los amigotes y hablando del Betis o de lo buenísima que está la chavala que ha entrado con la hija de José Manuel con un pendiente en el ombligo que entran ganas de quitárselo para que haga un desnudo integral.

Debemos hablar ahora de uno de los tontos más útiles que uno pueda encontrar en la Feria: el tonto la Calle’l Infierno, al que he preferido llamar así, con genitivo sevillano, por ser peculiar e intrínseco de nuestra tierra, ya que aunque sea posible encontrar un tonto la Calle’l Infierno que haya nacido en Sabadell o Irún, es muy difícil tal hallazgo, siendo casi siempre un nativo de la Macarena o del Porvenir, por poner un ejemplo, el que nos encontraremos en nuestra caseta de Pascual Márquez o de Antonio Bienvenida, con las características que pasamos a comentar.

Esta particular especie de tonto se caracteriza por algo increíble y que a todos nos llena de estupor: le gustan los niños, y carga con ellos a los cacharritos de la Calle del Infierno para montarse con los mismos en la noria, el látigo, las casas de miedo y todo tipo de calesitas y, a veces, hasta se mete con ellos en el Circo de Moscú o el Gran Circo Americano a ver la función completa. Mientras tanto, uno se queda divinamente en el Real, sentado en un velador de la caseta que ha quedado prácticamente vacía de niños y tomándose una deliciosa botella de manzanilla con una generosa ración de jamón de pata negra con la vecinita del traje flamenca celeste, tan mona ella. En el caso de que la vecinita del traje celeste no acepte nuestra rumbosa invitación, haremos la misma consumición con la parienta. No es exactamente lo mismo, pero a falta de pan ya se sabe que buenas son tortas.

Nuestro querido y nunca bien ponderado tonto la Calle’l Infierno nos habrá colocado a un paso de la gloria y, al mismo tiempo, él se lo está pasando divinamente con esos locos bajitos que un día trajimos al mundo. Como decía Rafael el Gallo, “tié qu’habé gente pá tó”.

Personalmente pienso que a este tonto maravilloso habría que costearle por suscripción popular un monumento debajo de algún paraguas situado en la confluencia de las calles Juan Belmonte y Ricardo Torres Bombita, para que todos los padres sevillanos que sean feriantes y cuyos hijos todavía no hayan cumplido los catorce años puedan llevarle ramos de flores el domingo de feria, antes de llevar a los niños (éso sí) a ver los fuegos.

Obligado es mencionar a ese individuo amante del vino, las raciones, la charla para el que la parte noble de la caseta sencillamente no existe. Él es amigo de la barra, del “llena ésto, niño” o del “A ver si sale ya ese bacalao, Miguel”. Se trata, lisa y llanamente, del tonto de la barra, especímen curioso que abunda en la trastera de las casetas y al que es muy difícil de encontrar en otros lugares de la Feria como pueda ser el paseo de caballos, la Maestranza o la Calle del Infierno.
Aquí nos encontramos con la típica confusión de la parte por el todo. El tonto de la barra ignora que, por la mañana, un cielo azul que no encuentras en toda Europa se extiende sobre tu cabeza y que, al llegar la noche, caudolosos ríos de farolillos iluminados no te dejan ver las estrellas, porque pueden llegar a ser más hermosos que ellas. El tonto de la barra ignora que esas cuatro partes en que se dividen ese baile de resonancia ibérica que es el baile por sevillanas, con sus veintidos compases cada uno de ellas, te permiten tomar del talle a las más hermosas mujeres que imaginarse uno pueda, con sus trajes de gitana[1] que rememoran aquellos con que saltaban por encima de los toros las mujeres cretenses. El tonto de la barra no sabe que subido a un potrillo de madera con tu hijo, sobrino o nieto en alguna calesita de la Calle del Infierno todavía puedes recordar que de pequeño quisiste ser el Capitán Trueno. El tonto de la barra ha olvidado que la Feria está llena de hermosas damas que, de seguro y a lo largo de la fiesta, te dejarán que les palpe el trasero y todo lo que ello conlleva, porque la Feria de Sevilla es, no lo olvidemos señores, una manifestación de esta milenaria ciudad para que tú, sevillanito de a pie, tengas a tu mano colores, músicas, caballos y, si Dios lo quiere, los ojos de una señorita que te inviten al paseo y al pecado. Pero, atención, tener por amigo a un tonto de la barra es un mirlo blanco, porque cuando llegues a su caseta a visitarle nunca te hará esperar que pase el enganche de los Gómez por la puerta para verlo y saludarles o a que acabe este disco tan buenísimo de las corraleras que están bailando las niñas para sacarte la botella de manzanilla fresca con la caña de lomo, sino que estará acodado en la barra trasegando y trasegando con gente de toda condición. Por este motivo, y aunque él se lo pierda, para ti es una auténtica bendición su adicción a la barra. Así que, déjalo, y que beba en paz.

Que duda cabe de que la Fiesta es parte principalísima de la Feria de Abril. Un sevillano de cuarta generación aprendió ya de su bisabuelo que, o se va a la Feria o se va a los toros, pero no se puede servir a la vez a dos señores. El sevillano de bien irá a la Maestranza después de haber almorzado en su casa y dormido la siesta como cura de pueblo. Al despertar de la misma se cepillará los zapatos al sevillano modo, esto es, con cepillo y betún dale que te dale, hasta que se puedan reflejar en los mismos la candelería de un paso palio. Se colocará su mejor traje y se peinará y perfumará de modo que sea la envidia y la admiración de todos sus convecinos. Una vez en la Maestranza respetará con fervor religioso el famoso silencio con el que se oye jadear al toro y piar los vencejos que sobrevuelan el coso, que ésto no es Pamplona, señores, y al acabar la corrida, y solo entonces, se dirigirá al Real con dos o tres pases de Curro dibujados en sus retinas hasta el día en que lo amortajen. Pero aquí aparece el tonto los toros, que es aquel que se queda en la caseta sudando y bebiendo hasta que den las seis y media de la tarde, con lo cual llega tarde a la Maestranza, cometiendo aquí su primer pecado nefando. Puedo jurar por Dios que este especímen no sabe ni lo que es una chiquelina ni distinguir cuando el toro está cuadrado para entrar a matar. Por estas, y otras muchas razones que omito, este tonto sólo ha de merecer nuestro mayor desprecio.

Hablemos ahora del simpático tonto jartarse. El sevillano de tercera o cuarta generación sabe, porque se lo enseñó su madre al darle de mamar, que todo tiene su medida: un paso de palio, una verónica a un pabloromero, la vuelta en una sevillana... y sabe que la Feria, aunque dure seis días (desgraciadamente, en los dos últimos años y por motivos espúreos se está alargando a ocho), para él sólo dura dos o tres, y en llegado el jueves huye del Real para dejar sitio a sus paisanos del Aljarafe o La Campiña que también tienen derecho. Porque señores, con todos mis respetos a la bella capital costera, ésto no es Málaga y aquí hay más de ciento cincuenta años de tradición que nos llaman a la mesura. Pues bien, el tonto jartarse llega a la Feria la noche del pescaito y no la abandona hasta que el domingo, después de los fuegos, se vuelve a encender para los últimos bailes. El sevillano es mesura, canon, medida y los allegados, es decir, aquellos que no tuvieron la suerte de que sus madres los paseasen por el Real dentro de sus vientres son... otra cosa, pero de todo debe haber en la viña del Señor, y no olvidemos, señores, de que cuando digo sevillanos me refiero a gentes como Velázquez, Murillo, Manuel y Antonio Machado, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Luis Gordillo, Manuel Castillo, Cristóbal de Morales, Rafael Montesinos, Gustavo Adolfo Bécquer, Fernando Villalón, Manuel Chaves Nogales, Joaquín Romero Murube, Carmen Laffón, Teresa Duclós... y a qué seguir, que Sevilla es algo que hay que merecer, y no una ciudad donde nacer.

Quizás pudiéramos reseñar algunos tipos más de tontos, que nuestra Feria da para ello y para más, pero lo dejaremos aquí en este 2001 frío y ventoso que nos está acompañando. Tan sólo indicar que si este trabajo hubiera estado dirigido a la Semana Santa hubiéramos podido reseñar los tontos del capirote, mucho más ricos y numerosos que los del albero, al igual que, siendo la Feria de Abril la mayor fiesta popular no ya de Europa sino del planeta Tierra, tan sólo a mentes enfermas, a ciegos de mente y a sordos del alma se les puede escapar que la Semana Mayor de Sevilla es el mayor prodigio que los siglos vieron. Roguemos a Dios por aquellos pobres de espíritu que no han sido iluminados para ver, rezar y admirar a nuestra queridas imágenes que durante más de seiscientos años han ido conformando el roce de unas bambalinas con unos balcones, el escalofrío del arrastrar de un paso “racheao”, la oración de una saeta, el olor a azahar que lleva tras de sí la Virgen de la Concepción bajo su palio bizantino, la hermosura tremenda de una mujer de mantilla rezándole al Sagrado Monumento del Jueves Santo en el Salvador y, en resumidas cuentas, la manera tan peculiar en que Sevilla ha ido dando forma barroca a la muerte del Justo. Porque lo mejor que tiene la Feria es que, cuando acaba, ya quedan dos semanas menos para que la Cruz de Guía de Los Despojos llegue a La Campana, y en que, al fin y al cabo, en la Feria se inicia todo, porque díganme la verdad, señores, ¿no se han sentido nunca como el Tetrarca de Galilea al ver bailando alguna moza de flamenca que hubieran deseado que fuese la Salomé de la danza de los siete velos que, al acabar, les pidiera la cabeza de Juan el Bautista y que así empezara la Semana Santa? Pues si no han sentido esa emoción dentro suya es que, o están muertos o amariconados, porque siempre he dado en pensar que si el traje de gitana lleva tantos encajes es para contarlos uno a uno antes de quitárselo a esa chica que haya querido regalarnos con sus besos y sus pechos.
Y en fin, que éso es la feria, la ciudad de la fiesta que deja de un lado a Sevilla para bailar, beber y pasear en ese erial que le han puesto en Los Remedios hace sólo veintiocho años, no como la fiesta de la ciudad, la grande, la del pueblo, la de verdad, la que no se comprende si no es con ese rincón de Placentines, de Cardenal Spínola, de Pedro del Toro, o con esa plaza en el Barrio León, en el Cerro del Águila, en La Calzada que conforman y enmarcan esa neblina tenue y aromática de incienso especiado con aroma a cera, a claveles, a orquídeas, a azahar sobre la que avanza un palio sobre un mar de cabezas que le están diciendo: “Guapa, gracias por estar un año más con nosotros”, de verdad, con corazón, de esa manera en que sólo sabe rezar un sevillano que se siente poseído por el poder de las imágenes, y todo porque si nuestros padres nos enseñaron a ver esas Vírgenes tomándonos en sus brazos, nosotros se lo vamos transmitiendo a nuestros hijos a nuestra vez de poco a poco y de vez en vez, diciéndoles: ¿A que es guapa? o ¡Fíjate como la llevan!, y esta sensación, señores, alma de Sevilla es, y no es posible el transmitirla ni se aprende en academias. Te la da tu madre con la leche con que te alimentó de pequeño.

Amén y he dicho.


Rafael Navarrete Bohórquez
Sevilla, a martes de Feria de 2001

[1] Aquel que diga traje de “faralaes” merece no ya el desprecio de todo buen sevillano, sino una muerte lenta a manos de torturadores acreditados.