jueves, 20 de marzo de 2008

TONTOS DEL ALBERO

La Feria de Abril sevillana lleva consigo, como toda manifestación popular, una fauna variopinta que es consustancial a la misma. Gente de todo tipo, procedencia, oficio o condición acuden al Real durante los días que dura la misma para divertirse, pasear, ver, ser vistos, bailar, beber, trabajar, negociar... en fin, que dadas tan diversas actitudes ante la Feria no cabe la menor duda de que en las casetas y en las calles del Real nos encontraremos con gentes muy diversas que darán su pincelada de color a la fiesta.

Pero los que más nos interesan son los tontos del albero. Denominamos así aquellos integrantes de la Feria que, por una razón u otra, son dignos representantes de la estulticia humana.

Clasificar a los tontos del albero es tarea más propia del entomólogo que del escritor, así que nos limitaremos a desarrollar una serie de elementos definitorios básicamente descriptivos dejando la labor clasificadora para mentes más lúcidas que la mía.

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En primer lugar hay que hablar de los tontos nostálgicos. Éstos se subdividen en dos, a saber, el tonto de la Semana Santa y el tonto del Prado.

El tonto de la Semana Santa es aquel que, estando con un grupo de amigos en la barra de la caseta tomando una botella fresca de manzanilla y una ración de gambas, se lleva toda la tarde comentando lo bien que salió este año el palio de San Esteban o como se lució el barco de los Panaderos al entrar en la Campana. Suele vestir con pantalón gris y chaqueta azul oscuro, con camisa blanca y corbata de colores discretos en la que luce el pisacorbatas de oro de su hermandad, que suele ser, cómo no, de capa. También se distingue porque el día que le toca guardia en la caseta se lleva (o lo intenta, al menos) toda la noche poniendo en el aparato de música las cintas de la banda de música del Maestro Tejera o de Soria 9 con las conocidas marchas de Font de Anta, López Farfán o Gómez Zarzuela que tan bien suenan debajo de las lonas veriblancas de Bombita, 49. Ese día es cuando el resto de los socios de la caseta deciden expulsar de la misma al tonto de la Semana Santa.

El otro tipo de tonto nostálgico no es tan peligroso, aunque no por ello, menos molesto. Se trata del tonto’l Prado, y suele ser un varón de cuarenta y cinco a cincuenta y tantos años de edad que ya en la noche del pescaíto recuerda a todos sus vecinos de mesa lo bonita que era la Feria en el Prado y qué cómo se va a comparar con la de los Remedios. Durante toda la semana de festejos repite por activa y por pasiva esta cantinela a todo aquel que se le ponga por delante, por lo cual, este especímen suele encontrarse a partir de la noche del miércoles más solo que la una en la parte más apartada de la caseta. Se le suele indultar la noche de los fuegos porque el fragor de las explosiones hace que él mismo, prudentemente, se calle, pero todos los que han convivido con él esa Feria se han quedado con su cara e, incluso, algunos le han recordado varias veces que saben donde vive.



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Pasemos a otros tipos singulares de nuestra simpar Feria de Abril, y hagámoslo con un tipo de tonto que, desgraciadamente, está abundando cada vez más debido, posiblemente, a que Sevilla se convirtió en los 80 en una ciudad de aluvión que recibió de fuera a toda una turba de individuos que procedentes de Madrid, Barcelona o Zaragoza, acudieron aquí a ocupar puestos directivos en la Junta de Andalucía o en importantes empresas que demandaban ejecutivos con titulación y experiencia. Hay que aclarar que un sevillano de pura cepa, de la Puerta Osario, la Resolana o la Calzada, jamás caerá en este tipo de tontura, ya que se lo impiden 150 años de tradición no escrita que aprendió de su señor padre. Estamos hablando del tonto olvidadizo, es decir, aquel que en el trabajo o en tu barrio se lleva todo el tiempo comprendido entre el Lunes de Pascua y la noche del pescaíto diciéndote: “A ver si te pasas por mi caseta”, sin recordar que en la Feria de Sevilla hay censadas más de mil casetas y que como no te dé la calle y el número es punto menos que imposible dar con una en concreto. Estos feriantes de poco estilo suelen ser también varones, procedentes de Castilla-León, Aragón o Castilla-La Mancha, de alrededor de treinta y cinco años, con alto poder adquisitivo y casados con hijos. Suelen trabajar de jerifaltes en la Junta, el S.A.S. o en la Administración de Justicia y tener más salero que un arenque tocado con un sombrero cordobés y, por supuesto, saben de la Feria más que tú, a quien tu madre te llevaba ya en el carrito a pasearte por ella después de perfumarse con Embrujo de Sevilla, ya que se empeñan en explicarte lo de Bonaplata e Ybarra cada vez que, en el trabajo o en el barrio, te decían éso de: “Hombre, este año tienes que venir a mi caseta”, olvidando que la Humanidad inventó la escritura allá por el Neolítico para que en el mes de abril los sevillanos apuntáramos la calle y el número de la caseta a aquellos que realmente queríamos que vinieran a visitarnos a la misma.
Hay que señalar que algunos autores denominan a este tipo de tonto el tonto hijoputa, pero es denominación muy discutida, sobre todo porque no es categórica ya que ¡hijoputas hay tantos!, y además parece exagerada para tan poca falta.


Hora es ya de mencionar al tonto mariquita. El tonto mariquita es también varón, cuarentón, casado y padre de varios hijos, y tiene una vena como el bajante de la Catedral que lleva oculta desde que nació y que tan sólo se permite mostrar en la Feria de Abril y en los recitales de Raphael en el teatro Imperial.
En la Feria es muy amante de la caseta rebosante de gente, sobre todo en la zona del bar, donde se apoya en la barra nada más llegar, de espaldas y cercano a los servicios de hombres, ofreciendo su trasero a todo aquel que se acerca a descargar la vegija, con lo cual va recibiendo, de vez en vez, algún que otro refregón que le llena de placer.
También es muy dado a sentarse en la puerta de la caseta a comentar con algún grupo de mujeres las novedades sobre los volantes de este año o lo bien que quedan los estampados en los trajes de flamenca.
Conviene no olvidar que es muy importante contar con uno de estos especímenes en la caseta, ya que decora como Dios manda, con mantones y abanicos la parte noble de la caseta, y además suelen bailar sevillanas (muy bien, moviendo las manos como los hombres de verdad no sabemos) con las mujeres mientras uno está tranquilamente en la barra bebiendo con los amigotes y hablando del Betis o de lo buenísima que está la chavala que ha entrado con la hija de José Manuel con un pendiente en el ombligo que entran ganas de quitárselo para que haga un desnudo integral.

Debemos hablar ahora de uno de los tontos más útiles que uno pueda encontrar en la Feria: el tonto la Calle’l Infierno, al que he preferido llamar así, con genitivo sevillano, por ser peculiar e intrínseco de nuestra tierra, ya que aunque sea posible encontrar un tonto la Calle’l Infierno que haya nacido en Sabadell o Irún, es muy difícil tal hallazgo, siendo casi siempre un nativo de la Macarena o del Porvenir, por poner un ejemplo, el que nos encontraremos en nuestra caseta de Pascual Márquez o de Antonio Bienvenida, con las características que pasamos a comentar.

Esta particular especie de tonto se caracteriza por algo increíble y que a todos nos llena de estupor: le gustan los niños, y carga con ellos a los cacharritos de la Calle del Infierno para montarse con los mismos en la noria, el látigo, las casas de miedo y todo tipo de calesitas y, a veces, hasta se mete con ellos en el Circo de Moscú o el Gran Circo Americano a ver la función completa. Mientras tanto, uno se queda divinamente en el Real, sentado en un velador de la caseta que ha quedado prácticamente vacía de niños y tomándose una deliciosa botella de manzanilla con una generosa ración de jamón de pata negra con la vecinita del traje flamenca celeste, tan mona ella. En el caso de que la vecinita del traje celeste no acepte nuestra rumbosa invitación, haremos la misma consumición con la parienta. No es exactamente lo mismo, pero a falta de pan ya se sabe que buenas son tortas.

Nuestro querido y nunca bien ponderado tonto la Calle’l Infierno nos habrá colocado a un paso de la gloria y, al mismo tiempo, él se lo está pasando divinamente con esos locos bajitos que un día trajimos al mundo. Como decía Rafael el Gallo, “tié qu’habé gente pá tó”.

Personalmente pienso que a este tonto maravilloso habría que costearle por suscripción popular un monumento debajo de algún paraguas situado en la confluencia de las calles Juan Belmonte y Ricardo Torres Bombita, para que todos los padres sevillanos que sean feriantes y cuyos hijos todavía no hayan cumplido los catorce años puedan llevarle ramos de flores el domingo de feria, antes de llevar a los niños (éso sí) a ver los fuegos.

Obligado es mencionar a ese individuo amante del vino, las raciones, la charla para el que la parte noble de la caseta sencillamente no existe. Él es amigo de la barra, del “llena ésto, niño” o del “A ver si sale ya ese bacalao, Miguel”. Se trata, lisa y llanamente, del tonto de la barra, especímen curioso que abunda en la trastera de las casetas y al que es muy difícil de encontrar en otros lugares de la Feria como pueda ser el paseo de caballos, la Maestranza o la Calle del Infierno.
Aquí nos encontramos con la típica confusión de la parte por el todo. El tonto de la barra ignora que, por la mañana, un cielo azul que no encuentras en toda Europa se extiende sobre tu cabeza y que, al llegar la noche, caudolosos ríos de farolillos iluminados no te dejan ver las estrellas, porque pueden llegar a ser más hermosos que ellas. El tonto de la barra ignora que esas cuatro partes en que se dividen ese baile de resonancia ibérica que es el baile por sevillanas, con sus veintidos compases cada uno de ellas, te permiten tomar del talle a las más hermosas mujeres que imaginarse uno pueda, con sus trajes de gitana[1] que rememoran aquellos con que saltaban por encima de los toros las mujeres cretenses. El tonto de la barra no sabe que subido a un potrillo de madera con tu hijo, sobrino o nieto en alguna calesita de la Calle del Infierno todavía puedes recordar que de pequeño quisiste ser el Capitán Trueno. El tonto de la barra ha olvidado que la Feria está llena de hermosas damas que, de seguro y a lo largo de la fiesta, te dejarán que les palpe el trasero y todo lo que ello conlleva, porque la Feria de Sevilla es, no lo olvidemos señores, una manifestación de esta milenaria ciudad para que tú, sevillanito de a pie, tengas a tu mano colores, músicas, caballos y, si Dios lo quiere, los ojos de una señorita que te inviten al paseo y al pecado. Pero, atención, tener por amigo a un tonto de la barra es un mirlo blanco, porque cuando llegues a su caseta a visitarle nunca te hará esperar que pase el enganche de los Gómez por la puerta para verlo y saludarles o a que acabe este disco tan buenísimo de las corraleras que están bailando las niñas para sacarte la botella de manzanilla fresca con la caña de lomo, sino que estará acodado en la barra trasegando y trasegando con gente de toda condición. Por este motivo, y aunque él se lo pierda, para ti es una auténtica bendición su adicción a la barra. Así que, déjalo, y que beba en paz.

Que duda cabe de que la Fiesta es parte principalísima de la Feria de Abril. Un sevillano de cuarta generación aprendió ya de su bisabuelo que, o se va a la Feria o se va a los toros, pero no se puede servir a la vez a dos señores. El sevillano de bien irá a la Maestranza después de haber almorzado en su casa y dormido la siesta como cura de pueblo. Al despertar de la misma se cepillará los zapatos al sevillano modo, esto es, con cepillo y betún dale que te dale, hasta que se puedan reflejar en los mismos la candelería de un paso palio. Se colocará su mejor traje y se peinará y perfumará de modo que sea la envidia y la admiración de todos sus convecinos. Una vez en la Maestranza respetará con fervor religioso el famoso silencio con el que se oye jadear al toro y piar los vencejos que sobrevuelan el coso, que ésto no es Pamplona, señores, y al acabar la corrida, y solo entonces, se dirigirá al Real con dos o tres pases de Curro dibujados en sus retinas hasta el día en que lo amortajen. Pero aquí aparece el tonto los toros, que es aquel que se queda en la caseta sudando y bebiendo hasta que den las seis y media de la tarde, con lo cual llega tarde a la Maestranza, cometiendo aquí su primer pecado nefando. Puedo jurar por Dios que este especímen no sabe ni lo que es una chiquelina ni distinguir cuando el toro está cuadrado para entrar a matar. Por estas, y otras muchas razones que omito, este tonto sólo ha de merecer nuestro mayor desprecio.

Hablemos ahora del simpático tonto jartarse. El sevillano de tercera o cuarta generación sabe, porque se lo enseñó su madre al darle de mamar, que todo tiene su medida: un paso de palio, una verónica a un pabloromero, la vuelta en una sevillana... y sabe que la Feria, aunque dure seis días (desgraciadamente, en los dos últimos años y por motivos espúreos se está alargando a ocho), para él sólo dura dos o tres, y en llegado el jueves huye del Real para dejar sitio a sus paisanos del Aljarafe o La Campiña que también tienen derecho. Porque señores, con todos mis respetos a la bella capital costera, ésto no es Málaga y aquí hay más de ciento cincuenta años de tradición que nos llaman a la mesura. Pues bien, el tonto jartarse llega a la Feria la noche del pescaito y no la abandona hasta que el domingo, después de los fuegos, se vuelve a encender para los últimos bailes. El sevillano es mesura, canon, medida y los allegados, es decir, aquellos que no tuvieron la suerte de que sus madres los paseasen por el Real dentro de sus vientres son... otra cosa, pero de todo debe haber en la viña del Señor, y no olvidemos, señores, de que cuando digo sevillanos me refiero a gentes como Velázquez, Murillo, Manuel y Antonio Machado, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Luis Gordillo, Manuel Castillo, Cristóbal de Morales, Rafael Montesinos, Gustavo Adolfo Bécquer, Fernando Villalón, Manuel Chaves Nogales, Joaquín Romero Murube, Carmen Laffón, Teresa Duclós... y a qué seguir, que Sevilla es algo que hay que merecer, y no una ciudad donde nacer.

Quizás pudiéramos reseñar algunos tipos más de tontos, que nuestra Feria da para ello y para más, pero lo dejaremos aquí en este 2001 frío y ventoso que nos está acompañando. Tan sólo indicar que si este trabajo hubiera estado dirigido a la Semana Santa hubiéramos podido reseñar los tontos del capirote, mucho más ricos y numerosos que los del albero, al igual que, siendo la Feria de Abril la mayor fiesta popular no ya de Europa sino del planeta Tierra, tan sólo a mentes enfermas, a ciegos de mente y a sordos del alma se les puede escapar que la Semana Mayor de Sevilla es el mayor prodigio que los siglos vieron. Roguemos a Dios por aquellos pobres de espíritu que no han sido iluminados para ver, rezar y admirar a nuestra queridas imágenes que durante más de seiscientos años han ido conformando el roce de unas bambalinas con unos balcones, el escalofrío del arrastrar de un paso “racheao”, la oración de una saeta, el olor a azahar que lleva tras de sí la Virgen de la Concepción bajo su palio bizantino, la hermosura tremenda de una mujer de mantilla rezándole al Sagrado Monumento del Jueves Santo en el Salvador y, en resumidas cuentas, la manera tan peculiar en que Sevilla ha ido dando forma barroca a la muerte del Justo. Porque lo mejor que tiene la Feria es que, cuando acaba, ya quedan dos semanas menos para que la Cruz de Guía de Los Despojos llegue a La Campana, y en que, al fin y al cabo, en la Feria se inicia todo, porque díganme la verdad, señores, ¿no se han sentido nunca como el Tetrarca de Galilea al ver bailando alguna moza de flamenca que hubieran deseado que fuese la Salomé de la danza de los siete velos que, al acabar, les pidiera la cabeza de Juan el Bautista y que así empezara la Semana Santa? Pues si no han sentido esa emoción dentro suya es que, o están muertos o amariconados, porque siempre he dado en pensar que si el traje de gitana lleva tantos encajes es para contarlos uno a uno antes de quitárselo a esa chica que haya querido regalarnos con sus besos y sus pechos.
Y en fin, que éso es la feria, la ciudad de la fiesta que deja de un lado a Sevilla para bailar, beber y pasear en ese erial que le han puesto en Los Remedios hace sólo veintiocho años, no como la fiesta de la ciudad, la grande, la del pueblo, la de verdad, la que no se comprende si no es con ese rincón de Placentines, de Cardenal Spínola, de Pedro del Toro, o con esa plaza en el Barrio León, en el Cerro del Águila, en La Calzada que conforman y enmarcan esa neblina tenue y aromática de incienso especiado con aroma a cera, a claveles, a orquídeas, a azahar sobre la que avanza un palio sobre un mar de cabezas que le están diciendo: “Guapa, gracias por estar un año más con nosotros”, de verdad, con corazón, de esa manera en que sólo sabe rezar un sevillano que se siente poseído por el poder de las imágenes, y todo porque si nuestros padres nos enseñaron a ver esas Vírgenes tomándonos en sus brazos, nosotros se lo vamos transmitiendo a nuestros hijos a nuestra vez de poco a poco y de vez en vez, diciéndoles: ¿A que es guapa? o ¡Fíjate como la llevan!, y esta sensación, señores, alma de Sevilla es, y no es posible el transmitirla ni se aprende en academias. Te la da tu madre con la leche con que te alimentó de pequeño.

Amén y he dicho.


Rafael Navarrete Bohórquez
Sevilla, a martes de Feria de 2001

[1] Aquel que diga traje de “faralaes” merece no ya el desprecio de todo buen sevillano, sino una muerte lenta a manos de torturadores acreditados.

1 comentario:

Antonio Berrocal dijo...

Me ha gustado: costumbrismo con retranca.

Lo que no me ha quedado muy claro es si te gusta la feria o cuando vas sólo te dedicas a tomar nota de todo lo que ves.