jueves, 20 de marzo de 2008

"PASIÓN, MUERTE Y OLOR A HEMBRITA EN LA SEMANA SANTA DE SEVILLA"

“La fiesta es ocasión de constitución
de una experiencia de lo humano
que el poder coercitivo del trabajo
como mera producción rutinaria
y alienada no deberá nunca
reducir a lo marginal”

Carlos Colón
“Dios de la ciudad”


Teníamos trece años; éramos medio bachilleres y sabíamos, porque nos lo habían enseñado nuestras madres de pequeños, que el que no estrenara el Domingo de Ramos a lo largo del año perdería las manos. Y sabíamos manejar el programa, y buscar al Pilatos o al inmenso barco de los Panaderos por Chapineros o el Villasís, aunque no desdeñábamos la luz amarillenta de cirios que Candelaria daba a la noche de los Jardines de Murillo en el Martes Santo, eclipsando el azul de la luna, con su hermosa candelería o la pena inmensa, hermosísima, de Amargura al pasar por las Hermanitas de Sor Ángela después de haber revirado desde Alcázares.
Trece años, y olor a cera, incienso, azahar y a vino y miel con canela de las torrijas cuaresmales, y a bocadillo de calamares de aquel bar de la pecaminosa calle de Rivero (donde compraríamos pocos años más tarde preservativos superfluos en una tienda oscura que se anunciaba como Higiene) configuraban una atmósfera de primavera de Sevilla, de Semana Santa, de ocho jornadas mágicas que iban de la Misa del Olivo a la de la Vigilia Pascual, en San Pedro o Santa Catalina o en esa inmensa mole que grita al cielo y a la que llamamos, con respeto, el Salvador. Y olor a hembrita añorada, a niña perfumada de las Irlandesas, a pechos pequeños que soñábamos que querían escapar del sujetadorcito de encajes blancos a nuestras manos ansiosas, de niña hermosa que sólo mira a quien le place, pues que quieren que les diga, aquel olor nos faltaba y las aletas de la nariz se nos abrían como a jauría en celo cuando en alguna bulla de Chapineros se nos ponían al lado con sus faldas estrenadas el Domingo, y ahí era donde sacábamos nuestras plumas de pavitos reales que de poco nos servían.
- Ya verás el año que viene, que con catorce años se liga un taco.
Y con estas palabras nos conformábamos, no teníamos más remedio que conformarnos, pero que ni con quince, ni con dieciséis, ni con diecisiete; aquella maldita España te negaba el roce y hasta el apretón suave. Y Juan, Ignacio, Ernesto, Juan Carlos y yo mismo éramos palomos que querían volar y aún no sabíamos. Y olor a hembrita, a niña hermosa que sólo mira a quien le place, nos era negado. Y las Esclavas de María, y las Concepcionistas y Salesianas, y las niñas del Murillo y del Velázquez se reían ante nuestras narices al ver nuestros deseos por ellas. Y tú, pobre niño de trece, veías lo guapísimas que eran Santa Marta, y Dulce Nombre, y la O, y Presentación, y Macarena que era ya el delirio, y olor a hembra te venía y les rezabas quedo:
“Virgen bonita, una niña por Dios. Que yo sólo quiero llevarla de la mano para enseñarle lo guapísima que eres”.
¡Santa inocencia de trece años!


“Resuenan cerca, lejos,
Clarines masculinos.
Aquí, allí la flauta
Y oboe femeninos”

Así escribía Luis Cernuda en su “Luna llena en Semana Santa”; uno de los últimos poemas de su último libro, “Desolación de la Quimera”, escrito en la lejanísima Norteamérica, soñando con la luna de Parasceve que en aquel momento lucía sobre nuestras cabezas. Y otra vez niña soñada, hermosa, inventada, engendrada y no creada, de la misma naturaleza del Padre que, hoy por hoy, eran sólo 13, aquel Padre omnipotente nos negaba. Y la flauta y el oboe sonaban a hembra, argentíferos, insinuantes, y los Ángeles pasando delante de ti, y Patrocinio y Esperanza Trinitaria con caras modeladas para ser acariciadas dulcemente y besadas en sus labios de hermosísima mujer andaluza. Y el “Et in Arcadia ego”, con el que acababa Cernuda su poema, era también nuestro rezo y nuestro deseo.

Y luego venían aquellos viejos con aquellas mujeres de bandera, que eran ni más ni menos que el pecado vestido de mujer. Aquellas hermosas mujeres que el Jueves y Viernes Santos se vestían de mantilla, con formas sinuosas, voluptuosísimas, para agradar a Dios en los cielos llevando luto por la muerte de su Hijo y aquí en la tierra para distraernos con sus formas de hembra. ¡Y que mujeres, Dios mío!. Morenas de verde luna con hechuras de diosas. Y claro, veíamos los viejos de traje y corbata con ellas y los imaginábamos como al malvado don Guido que retratara Machado.

“Gran pagano,
se hizo hermano
de una santa cofradía;
el Jueves Santo salía
llevando un cirio en la mano
- ¡aquel trueno! –
vestido de nazareno”

Y aquellas señoras con peinetas de nácar o carey y velo de encaje de riguroso negro sí que olían bien a hembra, a sueño, y a miel con canela de torrija cuaresmal, y a jabón caro de olor, y a Mirurgia y Lavanda Inglesa de Gal, y a beso de pecado mortal, con fuerza, apretándote los pechos hasta sacarte el alma. Claro que con trece estaban fuera de nuestro alcance, pero cómo no desearlas a ellas y odiar a los donguidos que las acompañaban. Porque éramos pequeños pero no tontos, y sabíamos que todavía no había llegado nuestra hora, como le ocurría a Nuestro Señor en Caná, cuando lo de aquel casamiento.

Y burla burlando, y como Dios nos daba a entender, llegábamos al triste momento en que se cierran, ya en la madrugada del Domingo de Resurrección, las puertas de la Iglesia de la Trinidad tras el palio de María Santísima de la Esperanza, que yo creo que cuando la acabó de tallar Juan de Astorga allá por el 1820, cayó a sus pies sin habla de lo guapísima que le había salido, y con esas puertas cerrándose se nos venía a la mente el último plano de “Centauros del desierto” de John Ford, y el bueno de Ethan Hawke que interpretaba como Dios aquel John Wayne que sabía hacer como nadie de duro justiciero.
Aquel cierre lento de puertas significaba el final de la fiesta, de la aventura, y la vuelta a la normalidad. Y sabíamos que el lunes habría otra vez colegio, y que dos semanas después vendría la ciudad de la fiesta, esa que mi ciudad montaba en el Prado de San Sebastián para bailar sevillanas sobre los muertos de la peste de 1600 o por ahí, e iríamos a las casetas a tomar algo de fino, y a la Calle del Infierno a montarnos en la noria y en el látigo, y seguro que ninguna chiquilla, hermosa como una flor, nos acompañaría, que sólo teníamos trece, y perseguiríamos olores de hembra del Arco al Circo Americano y de Plaza España al Caballo, porque aún no era llegada nuestra hora, que sólo teníamos trece.
Pero yo, verdad sea dicha, era algo orgulloso y un poquito soberbio, y mayormente por venganza, soñaba con que una hermosa niña de esas que huelen a hembrita que prometen goces y parabienes de todo tipo, se hubiera acercado algún día a mí para decirme: “¿Te gustaría salir conmigo?”. Y yo, fantaseando para mis adentros y para vengarme en ella de todas las que me habían rechazado de Plaza del Duque a la de la Virgen de los Reyes y de Chapineros a la Alfalfa, le hubiera respondido con las mismas palabras del Evangelio de San Juan cuando relata las bodas de Caná; aquellas que dijera Jesús a su Santísima Madre al pedirle ésta que echara una mano a aquellos amigos que se habían quedado sin vino para el convite: “¿Qué tienes conmigo, mujer?. Aún no venido mi hora”. Y la hubiera dejado con un palmo de narices. Claro que luego me hubiese abofeteado hasta la extenuación y dado de cabezazos en la pared, pero es que ¿recuerdan ustedes lo que era esperar trece años a que una dulce hembrita te diera un beso y promesas de algo más?.
Y claro, como no había hembritas, en aquella España nacionalcatólica nos daba fuertemente por la vena mística. “No me mueve mi Dios para quererte/ el cielo que me tienes prometido...”, y allí estábamos, de Misa del Olivo a Vigilia Pascual, para recordar la Pasión de Nuestro Señor en todo su Grandísimo Poder de Dios hecho hombre.
Y creíamos, ¡Vaya si creíamos!. Porque allí no había tu tía: o creías en Él o te condenabas al fuego eterno. Aunque yo, que era algo rarillo con 13, daba en pensar que aquel Tipo tenía algo. Vestido con una humilde túnica de nazareno cargaba con una pesada cruz de madera en la que iban a matarlo, avanzaba su pierna izquierda y comenzaba su cansino andar. Y yo intuía que aquel Tipo era más de los braceros que del dueño de los cortijos, de los obreros de la Hispano Aviación que de los gerifaltes del Ministerio del Aire, de la gente humilde de San Bernardo o el Tiro de Línea que del fantoche de El Pardo. Aquel Tipo tenía algo, y me caía bien.
Años más tarde supe que las primeras iglesias que habían ardido en Sevilla en los duros años de la República fueron la Capillita de San José en la calle Jovellanos y la iglesia del Buen Suceso, cercana a San Pedro, asaltadas por unos cincuenta energúmenos, algunos de ellos muy bien vestidos. ¿Porqué no se asaltó ninguna iglesia con hermandades de Semana Santa, con todas las que había? ¿Y porqué iban bien vestidos algunos asaltantes del Buen Suceso?. Y llega el 32 y sale la Estrella en la tarde del Jueves Santo, y cerca del café Kursaal, en calle Sierpes, un criminal arrojó una enorme piedra a Nuestro Padre Jesús de las Penas, siendo detenido por un guardia y un soldado para que no lo linchara la multitud, que tuvo que ser contenida por Guardias de Asalto a caballo y Guardias Civiles. Poco más tarde, en la Catedral, otro loco efectuó tres disparos contra la Virgen de la Estrella, siendo detenido por la gente en la calle San Gregorio a pesar de que disparó varias veces contra los que le perseguían. También aquí los guardias lo salvaron del linchamiento, y aquellas gentes de Sierpes y la Catedral no eran otros que obreros de Triana, de Puerta Osario, de la Sevilla republicana que querían para su tierra democracia con la Estrella en la calle. El mismo tipo de gente humilde, llámense Pedro, Santiago o Juan,, que seguían a aquel Tipo por Galilea, a Francisco en Asís, a Teresa por Ávila o a la buena de la madre Angelita por la Encarnación. Buena gente que camina y que si hay vino beben vino, y si no hay vino, agua fresca.
Y claro, yo pensaba en todas esas cosas y entre ésto y que las hembritas no se dejaban hacer pues acabé rojo escarlata, rojo pasión, como cirio de Hermandad Sacramental, como palio del Refugio, como saya de Gitana. Y aquel Tipo venía por Alemanes clavado en la Cruz, muerto por mí y por todos, por haber sido Justo y por Amor de Gran Poder que acepta su Pasión y su Expiración para hacer una Exaltación de la Vera-Cruz, sin Penas ni Tristezas, y deseando siempre que en esta Santísima Semana no tengamos más aguas que las que salen el Lunes Santo de la capilla del Rosario, la que tiene al lado a esa extraña y hermosa cacerola que es nuestro gran Teatro de la Maestranza. Y luego veíamos aquella Estrella Sublime con tantísima Amargura, con su Mayor Dolor por haber sido la que diera Concepción, Patrocinio y Presentación al Hijo del Hombre para que muriera y sufriera en la Cruz. Y yo pensaba que todas eran Macarenas de Triana, y les pedía Merced, Amparo y que no me dejasen nunca en Soledad. Y acabé rojo, lógicamente; porque el mensaje era claro: ama tu Dios sobre todas las cosas y a tu hermano como a ti mismo, y aquella máxima evangélica conducía, desde mis trece y por tortuoso camino, a la ideología de izquierda.
¡Hombre! Si hubiese encontrado una niña en aquellos tiernos años pudiera ser que no me hubiese entrado la vena mística y, quizás, mi vida podría haber cambiado. A lo mejor hasta le hubiese escrito un poema. ¡Pero la verdad es que, a veces, te encuentras cada poema! Miren éste:

“De quince a veinte es niña; buena moza
de veinte a veinticinco, y por la cuenta
gentil mujer de veinticinco a treinta,
¡dichoso aquel que en tal edad la goza!
De treinta a treinta y cinco no alboroza
más se puede comer con salpimienta,
pero de treinta y cinco hasta cuarenta,
anda en víspera ya de una coroza
[1].
A los cuarenta y cinco es bachillera
gansea, pide y juega del vocablo;
cumplidos los cincuenta da en santera;
a los cincuenta y cinco hecha retablo,
niña, moza, mujer vieja, hechicera,
bruja y santera, se la lleva el diablo”

Poesía barroca anónima que define a la mujer, a la niña, a la moza como fuente de placer y pecado; como dulce y salado demonio de perdición. Un poquito exagerada a estas alturas del XXI, en que la mujer desfila con la Compañía de Honores del Ejército tras el paso de Duelo del Santo Entierro portando un fusil de asalto G-36E de 5,56 mm, con un hermoso rostro bajo la boina y la escarapela militar, y seguramente que con un gran cuerpo bajo su uniforme. O en que abandonando la que ya empieza a ser vieja estampa del nazareno y su hijo, la ves ahora, doce de la noche en la Avenida de María Auxiliadora tras haber entrado el Sagrado Decreto, como hermosa nazarena con su pequeña hija, felices y contentas las dos por haber cumplido con el largo recorrido y vencido a la amenazante lluvia.
Y es que, verdad sea dicha, no hago otra cosa que pensar en ellas, y por halagarlas y para que se sepa, escribo cosas como ésta, que añoran a hembras, a niñas, a mozas, a mujeres. Y si me apuran hasta a viejas, como la que fríe huevos en el cuadro de Velázquez, hermosa ella, que ganas te dan de llamarla abuela.
Y es que la mujer, como la Semana Santa, es un enigma, y siempre es una fiesta el descifrarla. Y cuando Gran Poder quiere que llegue una y te permita abrazarla, pues torna en día de fiesta lo que jornada de trabajo era.

Yo, saben ustedes, tengo una Esperanza, una sola, que conseguí quizás por gracia de algún dios de las Alturas muchos años después de aquellos trece, y con la que empecé un ya lejanísimo Lunes Santo viendo entrar las Aguas en Santa Catalina, Rocío en la parroquia de la calle Santiago y el Museo, motete barroco incluido, en esa capilla que colocó mi ciudad junto a ese museo en el que guarda labios sensuales de Inmaculadas de Murillo y monjes cartujos de Santa María de las Cuevas que pintara Zurbarán para asombro de todos.
Y aquello no olía, que todo el aire se perfumaba de esencia de hembra, de ojos verdes como manto, saya y palio de Esperanza. Y San Roque, Trinitaria, O y una vez más, Macarena de Triana bajaron del cielo en ella para darme la mejor Semana Santa que vieron los siglos.
Esperanza, virtud teologal por la que esperamos que se haga posible lo que deseamos. ¿Y no es éso nuestra Semana Santa? ¿No concebimos así la Semana Santa que sale a las calles de la Ciudad de la Gracia?.

“Divagando por la ciudad de la gracia”, hermoso libro escrito por José María Izquierdo en 1914 bajo el feliz pseudónimo de Jacinto Ilusión, definiendo como gracia al don sobrenatural sobre la contemplación errática de emociones y sutilezas del alma. Y en este hermosísimo libro hay dos apartados sobre nuestra Semana Santa. El primero de ellos es “Luna de Parasceve”, memento y miserere de nuestra Semana de Gloria, y el otro obedece al título de “Reliquias de la Semana Santa”. En este grueso libro sobre Sevilla y la Gracia, dedica tan sólo estas escasas páginas a nuestra gran fiesta. Pero léanlas y comprobarán de primera mano como entra de lleno en el meollo de nuestra gran fiesta. O mejor aún; lean el libro completo, aunque advierto que no es de fácil lectura, y díganme luego si no es cierto que esta ciudad de la Gracia no tiene algo especial.
José María Izquierdo es el único de sus paisanos sobre el que escribe el gran Cernuda en su maravilloso opúsculo “Ocnos”, escrito desde la tristeza de la lejanía forzosa, de la pena del vencido en una guerra, en cualquier guerra. Y es lógico que así lo haga, porque en su libro escribe Izquierdo cosas como éstas: “Toda ciudad... debe tener una altura para mirar al cielo y a la tierra desde las cumbres, y verse en su unidad, y sentirse aérea, y rezar; un espejo... para mirarse a sí, fuera de sí, en una apariencia fugaz y profunda, y verse diversa, y sentirse fluida, y reflexionar; y un quid divinum, un no sé qué que sea como la flor de su vida y le haga ser lo que es, y saberse cómo es... Y Sevilla tiene la Giralda, el Guadalquivir y la Gracia...”.
José María Izquierdo y Martínez no escribe; habla quedamente al alma. Pudiera ser que intuyera su temprana muerte a los treinta y cinco años y que quisiera apurar su vida de poeta con palabras como éstas: “... Todo el cielo se ha hecho luna. El cielo se ha teñido de plata... Y la plata del cielo se ha tornado violeta... Ha salido el sol. El triste sol del Viernes Santo, que tornóse cárdeno cuando murió Jesús...”
O bien: “Un rayo de luna nimba el paso del Señor y riela en las lágrimas de su Madre”. Y abunda más: “Cuatro noches hay en el año... La noche estival, noche del Precursor, noche de las fogatas pueblerinas, la alegre noche de San Juan. La noche otoñal, noche de la Muerte, noche de los fuegos fatuos, noche de Difuntos. La noche invernal, noche del Nacimiento, noche de la estrella guiadora, la Noche Buena del Niño de Dios. Y la noche primaveral, noche eucarística, noche de oración y pasión, noche de luna pascual, noche Santa del Hijo de Dios”.
Se transforma en fiesta el trabajo, en gozo la sombra, en sueño el sopor. Y la luz de la luna de Parasceve riela en las lágrimas de las Dolorosas que no quieren verla y se esconden bajo sus palios a no recordar la muerte de su Hijo. Y Amargura, Mayor Dolor y Tristezas se vuelven Refugio, Amparo y Estrella. Y a la Giralda, como titán de piedra, ganas le entran de echar a andar porque no puede ya esperar para verlas. Y aunque nadie conozca a nadie todos se conocen y Sevilla se transforma en un gran pueblo donde las gentes del barrio se sientan para charlar con el vecino.

Y toda Sevilla huele a hembra, huele como una mujer perfumadita de brea que venga de Sanlúcar o El Puerto a enamorar al barrio, a gustar a sus vecinos, a encandilar a su hombre. Olor sano de hembra, olor a jara y tomillo, olor de incienso y rocío de la mañana, olor de mujer hermosa, olor de hierba recién cortada, olor...
Y suena lejos el clarín y cerca la flauta femenina, y se aleja cansino Jesús y aparece con manto María protegida por un palio.

Y uno, altura cansina ya de cincuenta, recuerda sus dulces trece, y hermosea, transforma, intenta dar alturas de óleo a lo que era simple acuarela, y sabe que confunde todo, porque trabaja con esos mismos materiales etéreos con los que construimos los sueños. Pero es que -así es la memoria que nos da cuerpo- tiene metido hasta el tuétano aquel olor, aquel perfume a hembrita buscada, soñada, idealizada que, al igual que guinda en tarta, daba dulzura, color, belleza y más sentido si cabe, a esa Pasión y Muerte de Nuestro Señor que la Ciudad de la Gracia tiene a bien montar, a modo de ópera para todos los sentidos, en esa Semana Mágica en la que Sevilla se transforma en Jerusalén Celestial.

Rafael Navarrete Bohórquez
Cálida tarde del primer sábado de junio de 2003

[1] Caperuza de color morado que suelen llevar los condenados por la justicia.

No hay comentarios: