A esa
muchacha, de piel de manzana,
que me
dio dos pequeños futbolistas
a los
que, a veces,
también
les encanta
el
Corpus y la Madrugada.
Aquella mañana de
Corpus Miguel se levantó muy temprano, casi con el sol, con las
primeras luces inclinadas del día y con el piar y el vuelo rasante
de los vencejos cerca de su balcón. Su madre le ayudó a vestir el
jubón rojo y el calzón blanco, tan hermosos, colocándose luego él
solo ante el espejo su sombrero con plumas y, por último, las
zapatillas con las que bailaría ante el mismísimo Dios en la
procesión de aquella soleada mañana con olor a romero que de la
sierra habían bajado para alfombrar las calles que pisaría el
Santísimo Sacramento.
Miguel estudiaba sexto
de Primaria en el colegio Portaceli y jugaba de medio en el equipo de
fútbol sala del colegio, aunque hay que confesar que en aquella liga
no iban nada bien.
Llegó cogido de laEL SEISE mano de su padre a la Santa Iglesia Catedral sobre las siete y cuarto
de la mañana, y se arrodilló unos minutos ante la Virgen de la
Antigua, a la que rendía una especial devoción, no sabía muy bien
porqué.
- Señora, haz que todo
salga bien. Yo sé que Tú lo quieres. Que no se me olvide ningún
paso y yo me portaré bien el resto del año. No te lo pido por mí,
sino por tu Hijo, que se lo merece todo, porque cuida de nosotros
desde el Cielo. Muchas gracias, Señora.
Julia, la guapa
señorita que enseñaba los bailes a los niños seises, ya estaba
esperándolos desde las siete y media de la mañana a los pies de la
custodia que el leonés Juan de Arfe realizara hacía ya tantos años.
- Juan, estate quieto;
venga, Gabriel, ponte al lado de Rafael y cállate. Miguel, acércate.
Bueno, lo único que quiero es que me oigáis. Ante todo, no os
pongáis nerviosos, que no pasa nada. Tan sólo vais a procesionar
delante de la Custodia Grande, como ya sabéis, la de Arfe, y en dos
momentos del recorrido, que yo os indicaré, en la Plaza de San
Francisco y en la del Salvador, bailaréis ante ella y al terminar el
baile os volveréis y os inclinaréis ante la misma como tantas veces
hemos ensayado. Sé que lo haréis muy bien, y vosotros también lo
sabéis. ¿No es así, Miguel?.
- Sí señorita. Seguro
que lo haremos bien.
Miguel era un guapo
niño de once años de edad, rubio y alto como su madre, aunque algo
travieso, pero lo de ser un seise le fascinaba. Estaba todo el día
haciendo trastadas con los compañeros del cole, con los amigos del
barrio, pero cuando dos días por semana desde el pasado mes de
octubre iba a ensayar los bailes con la señorita Julia se
transformaba en otro. Ni una travesura ni una palabrota durante la
hora y media que duraban los ensayos. Su madre le decía que el
arcángel de su mismo nombre, el guerrero de Dios, bajaba de los
cielos y se colocaba a su lado para transformarle. Su padre, no tan
creyente, decía que en el fútbol también se portaba
estupendamente, así que ¿quién sabe?.
Pero Miguel andaba
preocupado aquella mañana. Algo le pasaba por dentro, pero era un
niño duro y no dijo nada. Sentía una especie de mareo dentro de su
cabeza y con gusto se hubiera quedado en la cama, pero ¡tenía
tantas ganas de bailar ante el Santísimo!.
- Quillo, ¿qué te
pasa?.- le preguntó Rafa.
- Nada.
- Pues tienes una cara
que no veas. Yo creo que estás acojonado.
- Anda ya.
- Bueno, vale. Oye, ¿te
has fijado lo guapa que viene hoy la señorita Julia?.
Sí, Miguel se había
fijado, y es que la señorita Julia era mucha señorita: alta,
morena, delgada y de grandes ojos negros. Era guapa y simpática, y
muy buena con los niños. A Miguel le gustaba su seño, y en Navidad
le llevó un ramo de flores que comprara su madre. A Julia le gustó
mucho y a Miguel le gustó que le gustara, porque le dio dos besos y
un abrazo muy fuerte, y él sintió en su pecho los de la seño, y no
eran como los de mamá, eran... igual pero de otra manera, más... él
no sabía que más eran. A Miguel le gustó aquello y notó unas
extrañas cosquillitas.
- Venga.- dijo la
señorita Julia – Vamos a prepararnos que va a comenzar la
procesión. Ya sabéis que la procesión del Corpus sale por la
Puerta de San Miguel, la que da a la Avenida, a las ocho y media de
la mañana, y que la entrada se hará por la Puerta de Palos a las
doce, entre el repique de las campanas de la Giralda y antes del
desfile militar. Iremos tranquilamente procesionando delante de esta
custodia que está a mis espaldas, la que Juan de Arfe hiciera en el
siglo XVI, hace ya cuatrocientos años, y cuando os lo indique
ejecutaréis el baile que os sabéis tan bien. Recordad que sois las
únicas personas de la Cristiandad que tenéis el privilegio de
bailar cubiertos delante del Santísimo Sacramento, así que haceros
dignos herederos de él. Sólo los seises sevillanos pueden hacerlo
en todo el orbe católico por bula especial del Papa, quien resolvió
así el dubio1
enviado a Roma por el cardenal y arzobispo de Sevilla don Jaime
Palafox y Cardona, a quien no le gustaban nada los bailes de los
seises en el altar mayor de la Catedral sevillana delante del
Santísimo. De manera que los Canónigos de la Catedral, a quienes sí
que les gustaba, y mucho, pidieron la mediación papal. El Papa dio
su “plácet” y permitió vuestro baile ante el Santísimo en el
Altar Mayor en el Corpus, la Inmaculada y en el Triduo de Carnaval,
pero tan sólo el tiempo que duraran los trajes de los niños. Hecha
la ley, hecha la trampa y así pues los Canónigos decidieron que un
año se cambiaría una manga, otro una pernera, y así se ha seguido
haciendo hasta hoy para no quebrar la voluntad papal, como creo que
todos sabéis, ¿no es así?.
Un coro de angelicales
voces infantiles respondió al unísono: “Sí, sí, sí...”,
aunque quizás la veracidad de tan unánime respuesta estuviera por
ver. Pero Miguel sí que conocía a la perfección tan bellas
historias y bien que les encantaban. Juan de Arfe, el cardenal
Palafox, la bula del Papa, la prohibición de arreglar los hermosos
trajes de los seises que obligaba a repararlos una y otra vez desde
hacía ya cuatrocientos años... Hasta sabía que la palabra seise
venía de una deformación sevillana, con su particular seseo, de la
original castellana “seize”, que significa dieciséis, ya que ése
era el número de niños que bailaban en los primeros siglos del
Corpus sevillano.
También sabía Miguel
que mucho antes, allá por los siglos XVII y XVIII, salía en la
procesión la Tarasca, una especie de sierpe contrahecha con siete
cabezas como la Hidra clásica, la Hidra de Lerna. Sobre su lomo
llevaba una especie de pequeña torre en la que estaba el
tarasquillo, un bufón que llevaba un vestido multicolor y que tenía
dos rostros, uno de anciano y otro de joven.
Pero el secreto mejor
guardado que poseía Miguel sobre el Corpus hacía referencia a su
más preciado tesoro, la Custodia Grande. Se lo contó no hacía
mucho su padre, y a éste a su vez se lo dijo el suyo, el abuelo de
Miguel. Resulta que Juan de Arfe se trajo a Sevilla, amén de sus
utensilios de trabajo como gubias, espingardas, calibradores, grata,
embutideras, trazadores, tas, limas, tornos, terrajas y acotillos,
pues Juan de Arfe se trajo, como antes decía, un anillo de oricalco,
una aleación de metales que tan sólo sabían fabricar los míticos
atlantes. El anillo en cuestión tenía poderes maléficos,
demoníacos, y se lo había entregado su padre, el orfebre
vallisoletano Antonio de Arfe, y a éste a su vez su abuelo, el
orfebre alemán Enrique, de la ciudad alemana de Harff, de donde
tomaron su nombre castellanizando el topónimo. Cuando el Cabildo
sevillano le hizo el encargo de construir una Custodia para la
procesión del Corpus, Arfe vio el cielo abierto, porque pensó que
fundiendo el ominoso oricalco con la plata que daría cuerpo a su
Custodia la maldición del metal se eclipsaría con la Luz
Todopoderosa del Cuerpo de Nuestro Señor, y así fue.
Miguel se sabía
depositario de un gran secreto que le hacía ser un seise especial,
un seise de primera, como quisiera que fuese su Sevilla de su alma,
de primera, y no que estaba en la división que no correspondía a la
categoría del equipo de Arza y Campanal.
Miguel era un seise
orgulloso de serlo y daba testimonio de su fe en las octavas del
Corpus y de la Inmaculada y en el triduo de Carnaval bailando ante el
Santísimo en el Altar Mayor de la Catedral de Sevilla, la tercera de
la Cristiandad por sus dimensiones.
“Este es el
sacramento de nuestra fe”, decía el sacerdote levantando la hostia
recién consagrada, y éso pensaba también Miguel, vestido de
celeste en el, a veces, frío diciembre sevillano, y de rojo cuando
llegaban los calores del Corpus.
A Miguel no le
resultaba pesado ir de su casa a la Catedral los días de ensayo, ya
que vivía en la cercana Mateos Gago. Desde el balcón de su cuarto
veía todos los días la Giralda, esa torre de los vientos que
construyeron los árabes y remataron los cristianos imitando a
Vitruvio. “Turris (E) Fortissima (N) Nomen oni (O) Proverb.18 (S)”
podía leerse en el cuerpo con que la coronara Hernán Ruiz en pleno
Renacimiento. Inspirado en el Proverbio 18, 10 que dice: “Torre
fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo y será
levantado”, la Giralda era como un faro de la fe levantado hacia el
dulce cielo de Sevilla, la primera ciudad que adoptó como propio el
dogma de la Inmaculada Concepción de María. Hija del Renacimiento
era esa torre fortísima que se veía desde toda la campiña
sevillana, e hijos del Renacimiento eran también los niños seises,
así como sus bailes y sus canciones, que interpreta la escolanía de
la Catedral.
Sevilla
ciudad barroca, sin duda, pero también renacentista, romana,
neoclásica, árabe, romántica y tantas cosas más. Miguel era un
seise orgulloso de serlo, como hemos dicho ya, y orgulloso también
de la múltiple herencia cultural de su ciudad. Con once años, rubio
y alto como un trigal antes de la siega; alumno de Portaceli y vecino
de Mateos Gago, le hacía mucha gracia que el celeste de su traje de
seise fuese el mismo color con el que jugaba de medio a futbito en el
colegio. 6 a 0 perdieron en casa el pasado sábado frente al San
Francisco de Paula. Vaya liga que llevaban este año, pero él no se
atrevía a pedirle por el equipo al Señor ante el que bailaba. Le
parecía poco serio, y además que aquella mañana no se sentía muy
bien.
- Miguel, ¿te pasa
algo?.- le preguntó la señorita Julia.
- Es que estoy como
mareado, pero no me pasa nada. Ya se me quitará.
- Bueno, ya sabes que
yo estaré todo el tiempo a tu lado, así que si te encuentras mal me
lo dices para llamar a tus padres y que te lleven a casa.
- No, por favor, que
estoy bien, de verdad.
- Así me gusta,
valiente.- y la señorita Julia le dio un beso de los de cinco a la
docena.
Por la Puerta de San
Miguel habían salido ya todos los pasos del larguísimo cortejo del
Corpus. Tan sólo quedaba la Custodia Grande. Los hombres que
manejaban el dispositivo mecánico que hacía andar a la soberbia
Custodia de Juan de Arfe la estaban conduciendo ya a su salida.
Miguel miró su reloj y vio que era poco más de las nueve de la
mañana. La señorita Julia comenzó a preparar a los niños para su
salida procesional, y para calmar los nervios empezó a hablarles del
complejo y largo cortejo que lleva el Corpus de Sevilla.
- Ya sabéis que los
niños carráncanos, con sus extrañas vestimentas, “arrancan” la
procesión, y de ahí su nombre. Le siguen las representaciones de
las Hermandades de Gloria por orden de antigüedad, viniendo luego el
paso de las Santas Patronas. A continuación le toca el turno a las
Hermandades de Penitencia no Sacramentales y al paso de San Isidoro.
Después llegan las representaciones del Apostolado de la Oración,
Congregación de Luz y Vela y Adoración Nocturna. Otro paso, el de
San Leandro, y después las Hermandades Sacramentales. Llega luego el
paso del santo rey San Fernando y representantes de diversas
instituciones civiles. Por fin, la Inmaculada, y luego la
Archicofradía Sacramental del Sagrario con el paso de su propiedad,
el del Niño Jesús del Sagrario, talla del gran Martínez Montañés.
- Jo, macho.- le dijo bajito Rafa a
Miguel – Vaya rollo que nos está largando.
Pero Miguel sólo
tenía oídos para las palabras de la señorita Julia, que hoy estaba
para comérsela cruda, guapa como un clavel reventón, y con un
vestido largo de gala que ya, ya; y es que a Miguel le gustaba mucho
la señorita Julia.
- Ahora toca el turno a
los representantes de las instituciones religiosas, delante de la
Custodia Chica, obra de Francisco de Alfaro, del siglo XVII. Tras
esta Custodia, y después de representantes de instituciones tan
relevantes como el Tribunal Eclesiástico o la Real Maestranza de
Caballería y el Cabildo Catedralicio venís vosotros, los seises,
vestidos de rojo como manda la tradición no escrita de esta ciudad,
y por último, la maravilla de las maravillas, esa gran Custodia que
tenéis a vuestras espaldas y que labrara el mejor orfebre que ha
habido jamás en este país y que se llamaba Juan de Arfe, entre 1580
y 1587, por encargo expreso del Cabildo de esta Santa Catedral. La
Custodia Grande, como también es conocida, tiene cuatro cuerpos: el
primero es toda una lección de teología; el segundo lleva los
símbolos de la Pasión de Nuestro Señor; el tercer cuerpo contiene
el Cordero del Apocalipsis y el cuarto y último es un pequeño
templete con doce columnas compuestas situadas por parejas que
contiene la Santísima Trinidad sobre un arco iris y es rematado por
una estatua de la Fe. Cualquier museo europeo, americano, canadiense
o japonés daría cientos de miles de dólares por poseer esta joya,
y los sevillanos la usamos para poner dentro de ella el cuerpo de
Jesús y pasearlo por el centro de Sevilla entre olor a juncia y
romero. Y vosotros vais a bailarles como lo que sois, como ángeles.
¿O no es así, mis niños?.
- Sí, señorita.- y
lanzaron su grito de guerra – “É, ó, é, mucho seise, oé”
Llegaron al dintel de
la Puerta de San Miguel y pudieron ver la multitud que los esperaba
en la Avenida. Un fuerte olor a romero los invadió y salieron de la
Catedral. Miguel se sentía orgulloso de él y de Sevilla. Como buen
sevillano que era, se sentía tan amante de su ciudad que pensaba que
no había en todo el mundo otra igual a ella. Y en ese momento salió
la Custodia Grande, la de Juan de Arfe, ese auto sacramental andante,
con sus cuatro cuerpos, todo él elaborado en plata pura, en una
labor más de magia que de orfebrería y de la que dice la antigua
conseja que lleva en su interior un trozo de plata alquímica
elaborada en la Atlántida y que se trajo Arfe de su tierra para
quitarle su maléfico poder ante la presencia sagrada de la Sagrada
Forma, como bien conocía Miguel por boca de su padre. Con el cielo
azul que se había puesto Sevilla de sombrero aquella luminosa mañana
y con el vuelo de los vencejos, aviones y cernícalos de las colonias
de la Catedral, las campanas de la Giralda estallaron de alegría y
la torre fortísima pregonó a los cuatro vientos que Dios estaba en
la calle en una soleada mañana de jueves como debía ser. Sevilla no
había trasladado el Corpus al domingo, sino que seguía pensando que
había tres jueves al año que relucían más que el sol: Jueves
Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión, y había hacho del
Corpus y del día de la Virgen de los Reyes sus fiestas más íntimas,
más auténticas, las de los sevillanos de verdad, en esas dos
calurosas mañanas de verano en los que las madres sevillanas se
colocaban muy de temprano sus vestidos de estreno, y ponían su ropa
de domingo a los niños para que, sentados en la Avenida, en Sierpes,
en el Salvador o en las estrechas calles de Francos o Placentines,
vieran desfilar delante de ellos ese cortejo interminable que es la
procesión del Corpus de Sevilla.
Aquel año de extraño
número, 2000, cayó el Corpus muy avanzado ya el mes de Junio, pero
el Señor puso su mano sobre la ciudad que alabó a su Madre antes
que ninguna otra y la regaló con una deliciosa mañana de primavera,
de tal manera que Miguel y sus compañeros pudieron bailar sin
excesivos calores. Fue una de esas mañanas mágicas de Sevilla en
las que el azul del cielo parece de frío noviembre y la caricia del
aire de dulce mayo. Miguel se fue fijando en todos los altares que
habían colocado a lo largo de todo el recorrido procesional, así
como en los balcones engalanados y en los escaparates que celebraban
el sacramento de nuestra fe. Sobre todo le encantó el de la Virgen
de la Hiniesta en la fachada plateresca del Ayuntamiento, colocada en
lo alto de su paso blanco de gloria como una reina de los cielos.
Aquella pequeña talla gótica, con su niño en brazos, le recordó
una foto que su madre tenía enmarcada en el aparador llevándole a
él en brazos cuando era un mocoso de seis meses de edad. A Miguel le
encantaban las vírgenes con Niño; le parecían alegres, simpáticas
y siempre que veía alguna le rezaba. Aquella tan especial mañana le
pidió a la pequeña Virgen de la Hiniesta que por favor le quitara
el malestar, que le iba en aumento.
Llegaron a Francos y
alcanzaron Placentines. Ya quedaba poco. Dentro de nada estarían en
la Plaza de la Virgen de los Reyes, y allí fue donde vio a sus
padres. Mamá estaba guapísima y pudo ver como lloraba de emoción
al ver a su niño vestido del mismo color del cielo que tenían sobre
sus cabezas, caminando delante de Aquello que daba sentido a toda la
procesión y a su fe. Al pasar frente a ellos, papá le hizo ese
gesto tan suyo de levantar la mano derecha con el pulgar extendido
hacia el cielo, y Miguel le respondió con una de esas sonrisas suyas
que iluminaban a todo el que la veía; una sonrisa de ángel. Fue
entonces cuando de nuevo estallaron las restauradas campanas de la
Giralda, gritando a toda Sevilla: “Ya está Dios llegando a su Casa
en lo alto de su trono de plata”, y la hermosísima Custodia de
plata entró a la Catedral por la Puerta de Palos.
Serían las doce y
media cuando sus padres lo recogieron en el interior de la Catedral,
ya Miguel cambiado, vestido de nuevo de niño del Portaceli, de medio
del equipo que perdió 6-0 el pasado sábado frente a San Francisco
de Paula y, cómo no, mamá se lo comió a besos y papá le dijo “Muy
bien, machote”, y también le besó, y la señorita Julia le besó,
y en Casa Robles, donde estaban la abuela y los tíos, también le
besaron, y Miguel llegó a pensar que el camarero que le puso la
Coca-Cola también le besaría, pero aunque el Señor a veces
aprieta, no ahoga y se detuvo, por fin, aquel empalagoso diluvio de
besos.
* * *
Dicen
que el alma de una ciudad se adivina mejor en la trastienda de la
fiesta que en el transcurso de la misma, y cuando Miguel bajó a su
calle – serían las seis y media de la tarde – y la vio vacía,
calurosa, con los bares y tiendas cerrados, se encontró, sin
saberlo, con el alma de su ciudad, con esa Sevilla auténtica que
cierra sus puertas a cal y canto a lo foráneo, a lo que no es de
ella, y que sólo se da a quien desea tomarla, pero nunca se entrega
del todo sino a sus hijos.
Miguel intuyó todo
aquello, aunque no podía expresarlo con palabras. Había bajado para
acercarse a Abades a buscar a Enrique, su gran amigo del alma, aunque
el pasado sábado le marcara tres de los seis goles que les había
embutido, más que colado, San Francisco, y con todo el reglamento de
su parte, aunque como era jueves ya se le había olvidado, pero en
casa de Enrique no había nadie. Seguro que se habían ido a la
playa; claro, como sus padres eran de Madrid. La misma suerte corrió
con Carlos, en la calle Fabiola, y con Marcos, que vivía en la
mismísima Plaza de la Virgen de los Reyes, enfrente de la Giralda.
Pero bueno, como la abuela le había regalado un billete nuevecito de
mil pesetas, se acercó dando un paseo a un puesto de prensa de la
plaza de San Francisco que sí que estaba abierto, y se compró una
revista de la Play Station que traía un disco con varias demos, y
entonces fue cuando la vio de nuevo. Se acercó a Ella, con la
revista en sus manos, y la miró.
- Señora.- preguntó a
una mujer mayor que llevaba una medalla de la Hermandad en el pecho y
estaba vendiendo estampas - ¿a qué hora se la llevan?.
- A las nueve, hijo.
¿Vas a venir a verla?.
- Sí, con mis padres.
¡Ah!, ¿sabe usted?. Yo soy un seise.
- No me digas, y con lo
guapo y alto que eres seguro que daba gusto verte bailar. ¿Cómo te
llamas?.
- Miguel, como la
puerta por donde sale la procesión.
- Muy bien, hijo. Pues
yo, María, como la que está en lo alto del paso blanco que estás
mirando.
Y aquella señora
mayor, con su vestido de domingo, sacó del bolso una reluciente
moneda de quinientas pesetas y se la dio.
- Toma, para que te lo
gastes con tus hermanos.
- Muchas gracias, pero
no tengo ningún hermano.
- Bueno, pues con tus
amigos.
- ¡Ah!, vale, pero
tendrá que ser mañana, porque he ido a buscarlos y como ninguno de
sus padres son de Sevilla no comprenEL SEISEden nuestras cosas y se han ido a
la playa. Dicen que la Semana Santa y el Corpus son para los
santurrones.
- Pues mejor, porque
así estamos más anchos.
- Eso digo yo; que
ellos se lo pierden.
La señora pensó que
Miguel era un niño muy redicho, pero la verdad es que a ella le
gustaban los niños redichos y le acarició sus rubios cabellos.
- Ten esta estampa de
la Hiniesta, de la retama bendita del barrio de San Julián.
- Jolín, que guapa es.
Pero ésta no es la que está en el paso.
- No, ésta es la que
sale el Domingo de Ramos, la Dolorosa, y la pequeña que está en el
paso es la Hiniesta Gloriosa.
- Pues me gustan mucho
las dos. Señora, voy a mi casa a buscar a mis padres para verla
andando. Muchas gracias por los regalos.
- De nada, hijo, de
nada.
Miguel cortó por
Hernando Colón para llegar antes a su casa. Su padre estaba ya
arreglado para salir y su madre se estaba pintando.
- ¿Qué, Miguel?.
¿Cómo llevas el día de hoy?.
- Bien, pero tengo un
poco como de fatiga, no sé porqué.
- Algo te habrá
sentado mal. Oye, ¿y esa estampa?. Anda, pero si es la Hiniesta.
- Me la ha dado una
señora muy simpática en el Ayuntamiento y le he dicho que vamos a
ir a verla.
- Hombre, quién lo
duda. Por supuesto que iremos a ver a la Retama Bendita del barrio de
San Julián.
- ¿Porqué la llamas
así, papá?. La señora también lo hizo.
- Porque hiniesta es lo
mismo que retama, ese arbusto que crece en los campos y huele tan
bien, y la Virgen de la Hiniesta recibió ese nombre porque la
encontraron en un retamal, pero a la pequeñita, no a esta guapetona
que te ha dado esa mujer y que es la Dolorosa que sale el Domingo de
Ramos detrás del Cristo de la Buena Muerte.
- Venga, ya estoy
lista. ¿Os gusto?.
La verdad es que la
madre de Miguel era muy guapa y, además, sabía arreglarse.
- Miguel, ¿qué te
pasa?. Tienes mala cara.
- No es nada, mamá.
Algo que me habrá sentado mal. ¿Nos vamos ya?.
Bajaron a la calle y
fueron paseando hasta la Plaza de San Francisco donde ya se estaban
preparando los costaleros para llevarse a su Virgen en su blanco paso
de gloria.
La tarde del Corpus es
testigo de los regresos a sus templos de alguno de los altares que se
preparan para la procesión matutina, y es también antesala del
domingo siguiente a ella, en que Triana y la Magdalena muestran las
distintas caras con que Sevilla le reza al Señor. Miguel y sus
padres se colocaron a los pies de la rampa por la que el capataz
haría descender, como si bajara de los cielos, a la pequeña talla
gótica que apadrina al Ayuntamiento sevillano. Pero Miguel se
encontraba mal de verdad y notó como una punzada dentro de él. ¡Que
coraje!, porque el sábado tenía que jugar otra vez contra San
Francisco y quería ganarle como fuera, por el honor de su equipo.
De repente sintió un
fortísimo dolor en el pecho y cayó fulminado al suelo, blanco como
la cera y llevándose la mano derecha al corazón para que no se le
escapara.
- Miguel, Dios mío,
¿qué te pasa?. Miguel, por favor, háblame.- gritó su madre.
- Señora, apártese.
No se preocupe, que soy médico.- dijo un hombre tendiendo a Miguel
en el suelo. Le tomó el pulso y le cambió el rostro.- Llamen al 061
y llévense a la madre, y llamen ya. Este niño está muy mal.
En la plaza se formó
el lógico revuelo.
- ¿Qué ha pasado?.
- Por lo visto un niño
se ha puesto muy malito.
- Pobrecito, ¿han
llamado a un médico?.
La madre de Miguel se
había abrazado a su marido que intentaba tranquilizarla sin
conseguirlo. El médico aplicaba a Miguel técnicas de resucitación
que el padre conocía de oídas y se temió lo peor.
La procesión se había
detenido y la plaza era un hervidero de rumores. Fue entonces cuando
apareció por la Avenida la ambulancia y bajaron de ella los
sanitarios.
- Este niño está
fibrilando y no reacciona a la reanimación básica.- informó el
médico que asistía al niño. Miguel estaba tendido en el suelo,
inmóvil y pálido como un cadáver.
- No, por favor. Mi
niño no, a mi niño no, Dios mío, por favor. Mi Miguel no
El padre de Miguel no
podía articular palabra, sólo podía llorar en silencio y rezar en
voz baja. Los del 061 colocaron a Miguel en una camilla y le pusieron
encima una manta térmica metalizada. Se fueron corriendo con todo su
aparataje de luces y sirenas, pero era inútil, llevaban un cadáver
que iría directo al tanatorio del Hospital General, donde lo vieron
sus padres ya de madrugada, tendido en una sala de autopsias, alto,
guapo y rubio como un ángel, que es lo que era ya en el cielo al que
había subido derechito. A Miguel le había estallado el corazón, de
grande que lo tenía, en una tarde de Corpus delante de la Retama
Bendita del barrio de San Julián. Con sus doce años, subió
derechito al cielo desde el centro de Sevilla a las puertas que
custodiaba San Pedro.
- ¿Aquí se puede
jugar a fútbol?.
- Claro, y también con
barro.- le dijo San Pedro a Miguel al recibirlo – y leemos tebeos,
y tenemos consolas con juegos en tres dimensiones y en miles de
colores. Ya verás como te gusta. Mira, allí entre esas nubes
blancas, a mano derecha según se entra al cielo, han abierto hoy
mismo un campo de fútbol nuevo. Hoy está entrenando un equipo que
lleva un santo nuestro.
- ¿Cómo se llama ese
santo?.- preguntó Miguel sospechando algo.
- San Francisco, pero
no el de Asís, ni tampoco el de Sales. Es San Francisco de Paula, y
le he oído decir que tiene el mejor equipo de toda la gloria.
- Éso vamos a verlo.-
y Miguel se fue volando con unas alitas que estaban empezando a
salirle en la espalda hacia el campo de blancos cúmulos dispuesto a
marcarle por lo menos cuatro a aquellos santurrones. Y San Pedro lo
vio alejarse volando y sonrió.
* * *
Al domingo siguiente,
el padre de Miguel se levantó muy temprano y se acercó al cuarto
silente de su hijo. Una zapatilla de deporte asomaba debajo de su
cama y la cogió con sus manos. Era la Joma verde favorita de Miguel,
sucia, casi inservible ya. Se quedó un rato mirándola y luego, con
sumo cuidado, la colocó sobre la cama. No pudo evitar el llorar ni
ningún padre hubiera logrado el no hacerlo. Se afeitó lentamente,
limpiando cuidadosamente la cuchilla al acabar. Estuvo tentado de
llamar a su esposa, que se había quedado a dormir en casa de sus
padres sedada fuertemente por prescripción médica, pero pensó que
sería mejor no despertarla. Bajó a la calle, y callejeó sin rumbo.
Al final acabó sentado en un mesón de la calle General Polavieja
observando el vuelo bajo de los vencejos a esa temprana hora de la
mañana. Tomó el primer café del día contemplando la puerta de los
esponsales de esa cuevita barroca que Sevilla llama Capillita de San
José. Encima de dicha puerta, un bajorrelieve representa a María y
José celebrando su casamiento ante un sacerdote judío mientras una
paloma descendía del cielo, del cielo donde estaría Miguel
ganándole a San Francisco por 6-0, contento y feliz, y oliendo a
retama bendita, del cielo azul de Sevilla que ensombrece los
velazqueños; del cielo al que subió Miguel una tarde de Corpus
cogido de la mano por la Virgen de San Julián, dejando a sus padres
solos y desamparados. Y entonces lo vio. Rubio, espigado y sonriente
como un querubín.
- Papá, era verdad lo
de la película que vimos el otro día, la de “Gladiador”, y que
todo lo que hacemos en la tierra tiene su eco en la eternidad, porque
¿sabes qué?, le marqué 3 goles a San Francisco y ganamos 6-0, allá
arriba, ¿sabes?, jugando en un campo de nubes que han puesto nuevo,
a mano derecha según se entra al cielo. Me tengo que ir, lo siento,
pero dile a mamá que la echo mucho de menos. Te quiero, papá,
arriba os espero, y no lloréis por mí, que estoy muy bien, de
verdad. Papá, ¿sabes qué?, que te quiero mucho. Mucho, mucho te
quiero.
Y tras decir ésto,
besó a su padre de esa forma en que sólo Miguel sabía hacerlo,
estampando sus labios con fuerza, más que posándolos, en su mejilla
recién afeitada, de forma que no tuvo más remedio que cerrar los
ojos, que le empezaban a llover de lágrimas, mientras extendía sus
brazos para abrazarlo, pero sólo encontró aire; aire cálido y
dulce de junio sevillano, pero aire.
Abrió los ojos,
lloviéndoles de llanto, y miró de nuevo hacia donde había visto a
su hijo, pero ya no estaba. En su lugar un grupo de vencejos volaban
hacia el cielo y pensó si Miguel no era uno de ellos, hasta que sus
ojos, eclipsados por las lágrimas, ya no lograron verlos. Salió
corriendo a buscar a su esposa y le contó lo ocurrido. Ella lloró
con lágrimas de madre, lágrimas negras de dolor sin sentido y luego
le dijo que, de haber un cielo para Miguel, sería como él lo había
descrito: con campos de nubes para jugar a fútbol de ataque, a
fútbol ganador. Así era Miguel, y de seguro que algunas tardes
vestía su jubón rojo o celeste de seise y danzaba delante de la
Reina y Madre con su sombrero de plumas entre una multitud de
serafines, tronos y potestades que contemplarían desde arriba lo que
Sevilla hace aquí abajo para recordaros que, mejor tarde que
temprano, algún día estaremos en ese coro con cientos de Miguel
ataviados con vaquerillo y calzón y hablando de tú a tú con la
Retama Bendita del barrio de San Julián.
Rafael
Navarrete Bohórquez
Mañana
del Corpus Christi de 2001
BIBLIOGRAFÍA
“Fiesta grande. El
Corpus Christi en la Historia de Sevilla” Vicente Lleo Cañal
Biblioteca de Temas Sevillanos.
Servicio de Publicaciones
del Ayuntamiento de Sevilla. Sevilla 1980
“El seise dormido” y
“El secreto de la Custodia del Corpus”, ambos en el libro de
cuentos “Sevilla inventada” de Antonio Hermosilla Molina.
Biblioteca Guadalquivir.
Guadalquivir Ediciones.
Sevilla 1999
Enciclopedia Encarta 1999
Voces:
Arfe
Eucaristía
Corpus Christi
Catedral de Sevilla
Iglesia Católica
Apostólica y Romana
Concilio de Trento
Reforma protestante
1
Se denomina dubio, del latín dubium, duda, a toda cuestión
cuestionable, dudosa, que se plantee su resolución en los
Tribunales Eclesiásticos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario